Era domingo por la mañana y faltaban apenas
cuatro días para que Ollanta Humala pasara de la condición de presidente electo
a la de en funciones, y hasta ese momento luego de un saludo distante con las
manos, en la fecha de la victoria (5 de junio), en la que me gritó con una gran
sonrisa ganamos, ganamos, mi trato que alguna vez fue cercano con el
precandidato, se hizo nulo. Fueron días de comisiones de transferencias y de
nombres de ministros posibles, la mayor parte de ellos totalmente ilusorios. La
vicepresidenta electa Marisol Espinoza, me llamó una noche al Congreso para
pedirme opinión sobre la lista de ministros que tenía entre papeles y en dónde
se ocultaba el titular de Economía.
Le dije que Paredes era una pésima elección
porque su empresa fue procesada en el escándalo de la papilla con gorgojos en
la época de Toledo y parecía de lo menos deseable para una cartera como la de
Transportes, donde hay casi tanto dinero como corrupción, y dónde opera hasta
hoy el club de los contratistas que amarra las licitaciones. Tomó nota, pero
como se sabe no sirvió de nada. Creo que hice otros comentarios, pero comprendí
al poco rato que lo que estaba haciendo Espinoza, era reunir alguna información
que no contaba y evidenciarme su desconcierto porque las cosas se le escapaban
de las manos a los miembros del partido, mientras Ollanta y Nadine iban llenado
puestos si tomar en cuenta a los que le habían ayudado a llegar al poder.
Pero ese domingo sonó el celular y al otro
lado de la línea, Blanca Rosales, me dijo que el presidente quería hablar
conmigo. Le dije que me lo pasara y oí su voz como en los viejos tiempos
haciéndome una invitación para visitarlo a las 11 de la mañana, y luego de
pensar un momento me dijo que trajera conmigo a un compañero español que había
sido también su asesor de cabecera en los momentos más difíciles del largo
recorrido hacia las elecciones pero que quedó fuera, al igual que yo, cuando la
campaña requirió otros consejos.
Estuvimos puntualmente en el local del PNUD,
donde le habían instalado algunas oficinas que se estructuraban de acuerdo a la
extraña arquitectura de lo que eran antes algunos de los ambientes del
Puericultorio Pérez Aránibar y que seguramente fueron concebidos para la
actividad de niños pequeños que estaban bajo la protección del Estado. A
nosotros nos pusieron en una especie de sala de espera, que parecía un pequeño
hibernadero, donde había unas sillas y esperamos efectivamente hasta las cuatro
de la tarde. Pero a pesar del infinito aburrimiento que puede causar una
situación así, sumado al hambre y al frío de la brisa del mar, permanecimos
estoicos. Después de todo ya no era una cita con un viejo amigo sino con el
presidente.
Al empezar la entrevista nos dimos cuenta
que Humala nos había juntado como un gesto hacia los que dedicamos una gran
cantidad de horas y de ideas a responder sus preguntas e inquietudes de otros
tiempos, pero que no tenía nada que proponernos. En realidad no deseaba llevar
la conversa hacia los puntos que estaban pendientes con la cooperación española
que le había dado la mano a su propio costo, porque estaba yo y ese tema no era
conmigo; y tampoco aclarar por qué fui desplazado desde enero del 2011, como si
mi contribución que antes era solicitada con frecuencia, se hubiera tornado
prescindible cuando había que disputar directamente el voto, porque ahí estaba el otro compañero y esos
temas no eran con él.
En fin, los dos invitados nos dimos cuenta
que era una pequeña trampa para hacer protocolar el encuentro que tenía más de
notalgia que de otra cosa. En el ambiente flotaba una sensación de que no
estábamos en el plano de realición de otros momentos Ya sabía que después de su elección, Ollanta
no soportaba críticas, especialmente de los que venían con él, desde la carrera
iniciada el 2005. Más de uno me contó de su nueva frase: ¿me estás
presionando?, con la que encaraba para asegurarse que nadie creyera
que pudiera influir en la designación de los cargos públicos, que ahora tenía en
sus manos. La idea que subyacía debajo de esto era una convicción íntima de la
victoria era un logro propio y no de un colectivo.
Con nosotros no hubo necesidad de hablar
sobre presiones y valoraciones sobre lo sucedido. Fue algo peor. Habíamos
almorzado repartiéndonos lo que quedaba de comida, que ciertamente no alcazaba
para tres platos, y de pronto Ollanta volteó a mirarme y me preguntó, ¿y tú que
vas a hacer ahora? Habían acabado las generalidades y le respondí: ¿te refieres
a mi relación con el gobierno?; asintió con la cabeza y precisó, ¿vas a estar
fuera o adentro? Yo me había preparado para algo como eso, y contesté con otra
pregunta: ¿has pensado algo para mí?, añadiendo de inmediato: si me propones
algún espacio de poder, para participar en la dirección del gobierno, estoy
dispuesto, pero no estoy buscando un puesto de trabajo.
Calló un momento y me lanzó una frase que
resumía como habían cambiado las cosas entre nosotros: ¿tú crees que soy
huevón? Me desconcerté por un instante, pero volví a hablar: no sé por qué
dices eso, cuando lo que te estoy dejando claro es que no estoy detrás de
convertirme en funcionario público, prefiero mil veces ser periodista, pero si
de lo que se trata es de ser parte de un proyecto de gobierno, participar en
decisiones, sí lo haría, porque sería una tarea política. Yo no quiero
aprovecharme de ti, sino todo lo contrario. Ah, ya te entendí, me dijo. Y yo
sentí que lo que había entendido era que no reclamaría como otros cuando me
dejaran totalmente fuera. Así exactamente fue.
La pregunta con lisura que me clavó Ollanta
me ha vuelto a la mente en estos días de ministros nada huevones que se
duplican el sueldo levantando su brazo en señal de conformidad en una sesión de
gabinete y luego cachetean al país con la noticia. Imaginé el momento en el que el presidente les hizo la pregunta crucial de si aceptaban
o no su invitación a integrarse al gobierno, y en el que el proyecto de ministro debería poner sus condiciones, y
concluí que ninguno de ellos y ellas preguntó nunca sobre el poder real que les
sería entregado. En el caso de Castilla y su gente, porque sabían que la fuente
de su poder real estaba fuera del alcance del presidente y se apoyaba en la
propia organización del Estado y en sus vínculos con el sector privado y los
organismos financieron internacionales. Y el resto seguro que anticipó que serían
atajados por una brutal pregunta: ¿Te estoy dando un puesto en el gobierno, con
buen sueldo y todavía pide más? Meritocracia,
le llaman.
22.01.14
Publicado en Hildebrandt en sus trece
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