A pesar que resta aún, un año completo de gobierno de Ollanta Humala,
por todos lados aparecen signos de un agotamiento final. Esta aceleración de
los tiempos motiva este balance adelantado.
Pudo
ser un reformador en un país afectado de inmovilismo, aunque solo fuera uno
moderado, distante del que prometiera grandes cambios en el 2006 y más adaptado
a los parámetros de la llamada Hoja de Ruta.
Pero
ni eso llegó a ser. Las condiciones internacionales, con la reciente victoria
de Correa y Morales y el engrosamiento de la corriente de gobiernos
progresistas en América Latina, aseguraban un contexto internacional favorable
y que no habría aislamiento como el que soportaron otros procesos.
Internamente
habían reservas suficientes para resistir la presión de los grupos de poder
económico que amenazaban con retirar sus capitales, y que en las condiciones de
2012 y 2013, no se hubieran retraído por mucho tiempo. Así que el cuento de que
le subieron el dólar y le movieron la bolsa y lo asustaron, no tiene mucho
asidero, salvo en el sentido que ya en ese momento Humala se había quedado solo
por su propia decisión y actuaba en el sentido del viento.
En
la noche de su juramentación, cuando toda la elite de la sociedad peruana
cumplía con el ritual de esperar su turno para dar la mano al presidente, y los
que habíamos sido sus amigos de campaña en los años y meses anteriores nos
sumábamos a la cola, Humala y Nadine abandonaban Palacio por la otra puerta
para reunirse con la gente de base que llenaba la Plaza de Armas.
Fue
su último acto de espontaneidad política. A partir de allí, los únicos
encuentros del presidente con el pueblo fueron las convocatorias oficiales en
distritos pobres para iniciar o reforzar algunos de sus programas sociales más
emblemáticos, pero todo rodeado de filo tecnocrático y de discursos
paternalistas sin efectos de movilización.
Los
conflictos sociales que Humala sabía que estaban latentes y con los que se
había solidarizado en camino de las elecciones, se convirtieron en un
rompecabezas para el gobernante que no quería pelearse con la inversión ni
hacer sentir la autoridad del Estado. En Conga como en oros lugares que le
siguieron en la protesta, Humala derivó al recurso represivo y rompió
violentamente con antiguos aliados, lo mismo que se repetiría en el 2015, en
Tía María, en la provincia de Islay en Arequipa.
¿Por
qué ocurrió todo esto?, ¿cómo se reconvirtió Humala a las ideas contra las que
combatió tantos años y que parecían un patrimonio de familia?, ¿creyó acaso que
los dueños del poder le abrirían los
brazos y lo asimilarían como alguien de los suyos?, ¿pensó alguna vez
seriamente que podría recuperar el espacio que iba entregando a la derecha?,
¿no se imaginó el final de gobierno que le esperaba, a cuenta de los mismos a
los que sirvió durante los primeros años?
Para
intentar una explicación de lo que pasó entre la elección en segunda vuelta de
Ollanta Humala y el nombramiento de Casilla en la conducción del MEF y la
ratificación de Velarde en el BCR, y la caída del gabinete Lerner en diciembre
de 2011, hay diversas reflexiones:
(a)
qué todo fue un engaño y que Humala se hizo elegir por la izquierda cuando su
plan era llegar al poder y aliarse con la derecha, y allá los que nos creímos
tamaño embuste;
(b)
que Humala se acobardó a la presión de la Confiep en representación de los
grandes grupos económicos, de los poderosos medios de comunicación encabezados
por El Comercio y de la tecnocracia del Estado que le pintaba opciones sobre el
futuro, lo que lo habría llevado a abandonar sus viejos aliado y a aceptar
unirse a sus enemigos;
(c)
que Humala nunca confió en nadie y que se valió de los viejos nacionalistas
para dejarlos luego en el camino, de la izquierda que también fue echada como
lastre y de la derecha con la que está terminando en una gran pelea;
Todas
estas son hipótesis difíciles de tomar como una totalidad: la teoría del engaño
se debilita si se asume que hubo un real enfrenamiento de Humala con la
derecha, en la fase electoral que duró casi seis años, y en la que el afán real
fue destruir al que se veía como un peligro para el sistema. Mantener una
mentira como la que se dice es imposible y es casi acusar de ingenuidad a ocho
millones de votantes.
De
donde sigue la segunda teoría de la captura de Ollanta por los grupos de poder
y su doblegamiento ante ellos, que tiene elementos evidentes pero que no encaja
totalmente con los palos que soportó durante tiempo largo de los mismos con los
que se acerca al llegar al gobierno y ahora están a punto de echarlo a un lado
como algo que ya no les sirve.
Finalmente,
la tesis de la soberbia y el utilitarismo de los aliados es casi obvia, pero
explicaría muy poco si no se liga a las de los engaños y de las debilidades del
presidente ante los poderosos, que indican que si bien soportó la avalancha de
la derecha como candidato, no lo pudo hacer cuando tenía mucho más que perder
como gobernante.
Aquí
hay que convenir que es el sistema político, que permite ficciones de partido
para ganar las elecciones y no somete a los presidentes a ningún tipo de
control de parte de su partido de origen y sus electores, lo que permite que se
traicione brutalmente el sentido del voto y no le pase nada al que lo hace.
Humala
ha podido creer hasta hace muy poco que su gobierno era cuando menos de regular
para arriba, cuando podía mantener las tasas de crecimiento, celebrar cifras de
descenso de la pobreza y jactarse del funcionamiento de sus programas sociales.
En el 2014, esa ilusión cayó por los suelos y se convirtió en el gobierno del
final del falso “milagro peruano” (crecimiento por aumento de volúmenes y
precios de las exportaciones de materias primas), en el que rebrota la pobreza
por ausencia de cambios estructurales y en el que los mismos programas sociales
manejados tecnocráticamente empiezan a mostrar sus enormes fallas.
Pero
lo peor es que el gobierno ha sido acorralado por denuncias y escándalos de
diverso calibre que han permitido que sus nuevos adversarios, que se preparan
para reemplazarlo en el poder, le coloquen el cartel de la corrupción. De esta
manera el gobierno que pudo ser distinto, que pudo hacer reformas y abrir
caminos nuevos, está llegando al final como sus antecesores, sin éxitos reales
y con un pasivo de credibilidad que hace a la gente decir que todos los
políticos son iguales.
Y
basta ver lo que dicen las encuestas sobre preferencias para el 2016, para
tener una idea de que lo que viene
después de Humala puede ser peor, sino ocurren hechos extraordinarios
que en el Perú siempre son posibles.
29.06.15