Me contaron que en Corea, la Contraloría, o una institución
equivalente, desarrolla verificaciones periódicas sobre el cumplimiento de los
planes de gobierno de los ganadores de las elecciones, y publica luego los
niveles de avance, los temas pendientes y las justificaciones presentadas para
los cambios que ocurren en el camino. Aquí, en el Perú, la obligación de colgar
en la Web del JNE las propuestas con la que cada partido va a las elecciones es
apenas un procedimiento formal que no obliga a nada, que nadie controla y que
no se puede demandar.
Esto es parte de la farsa democrática en la que estamos
viviendo y que se hizo evidente después de la elección de 2011, cuando con toda
impunidad se reclamó que Humala abandonara su programa y entregara la
conducción del Estado a los que no votaron por él. Salvo que se piense que la
elección fue de la persona por su cara o alguna otra cualidad difícil de
imaginar, la separación entre candidato y propuesta equivale a un engaño
institucionalizado, sea que la oferta fue hecha sabiendo que no se cumpliría o
que las presiones al asumir el gobierno hayan forzado el giro.
Pero no es el único cuento democrático al que estamos
sometidos. Para inscribir un partido y por tanto participar en las elecciones
es necesario reunir un enorme paquete de firmas que se denominan de
“adherentes”, una adhesión que no significa nada más que un número y no supone
derechos ni obligaciones. Los partidos inscritos suelen presionar al Congreso
para que eleve a cada rato el requisito de número de adherentes, para cerrar el
paso a otros y hacer más onerosa la inscripción lo que favorece a los que
tienen mayores recursos.
También existe el requisito de tener un número de Comité
Provinciales en funcionamiento, con una dirigencia y dirección reconocida, lo
que sólo existen en el período de la inscripción y las elecciones y después
languidecen o son cerrados porque no cumplen ningún propósito. Finalmente,
están los llamados partidos, que sólo sirven para colocar a algunos de sus
miembros en cargos públicos, a partir de lo cual ya no ejercen ningún mandato
sobre ellos, como tampoco sus electores.
El balance es que los programas no obligan, los adherentes
regalan o venden su firma y después son nada, los comités se montan y desmontan,
y los partidos están sujetos a los caudillos y sus camarillas que ofrecen a los
militantes la posibilidad de un futuro empleo burocrático como premio de su
lealtad y de la ayuda que puedan prestarle para ganar. Nada más. Un sistema
para legitimar autoridades con credencial de haber sido elegidas que se burlan
de sus electores, adherentes y partidarios, y no sienten vergüenza de ser
prisioneros de los poderes organizados que existen sin elección y que son los
que dicen a qué gobernantes les tienen confianza y a cuáles no.
14.07.13
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