Pocas veces se ha ido llegando a la fecha del discurso
presidencial más importante del año, con casi cero expectativas de que de ahí
pueda salir algo que cambie la vida de la gente.
Después del famoso anuncio de Alan García de 1997 sobre la
estatización de la banca (que nunca estatizó nada), quedó un profundo trauma en
los sectores más privilegiados de que a los presidentes pudiera ocurrírseles
alguna cosa que los afecte y que eso lo tuvieran guardado para el mensaje de
fiestas patrias.
Por eso era música en los oídos, escuchar desde comienzos de
cada mes de julio que el gobernante de turno y sus voceros aseguraban que no
habría “sorpresas” el día 28, que a nadie se le quitaría nada, ni habría
reformas ni en la propiedad, ni en los impuestos, ni en los derechos laborales
y sociales.
Pero con el Humala que juramentó por “el espíritu de la
Constitución de 1979”, habían al principio nuevas aprehensiones: ¿y si de
pronto volvía a la Gran Transformación?, ¿o le salía el velasquista o el
chavista que lleva adentro?.
La conclusión ha sido que durante dos años, el mérito
asignado al presidente Ollanta Humala ha sido no hacer nada nuevo o
significativo, para no tener tentaciones peligrosas. Más aún, lo más aplaudido
han sido sus retrocesos como en el caso Repsol, la postulación de la primera
dama y sus vínculos con los gobiernos progresistas de América Latina.
De ahí que los 28 de julio de Ollanta Humala se hayan hecho
intrascendentes. Al extremo de que algunos que aplaudieron su parálisis y la
economía con “piloto automático”, ahora le piden algo de emoción. Por ejemplo,
que diga que ya abandonó sus ideas nacionalistas, porque a este país no
requiere nacionalizarse sino extranjerizarse; o que declare que andaba muy
equivocado cuando se buscó asesores izquierdistas por no conocer lo bueno que
pueden ser los derechistas.
En fin, que ponga un primer ministro que refuerce la
confianza de los mercados, que es como la CONFIEP, le llama a sus propios
intereses. Pero todos, a la izquierda o a la derecha, coinciden en que el
presidente no dirá nada. Más claro aún: que no tiene nada que decir.
El gobierno de Gana Perú, fue aplaudido por los empresarios
y los grandes medios, por anodino, porque eso les era mucho mejor que los puntos
originales de su programa que aborrecían, mucho más de lo que realmente
representaban como amenaza a sus intereses.
Ollanta nunca se propuso un cambio de 180 grados o un nuevo
velasquismo. Pero como se ha visto nuestra derecha no estaba dispuesta a tolerar
alguna regulación a la publicidad de comidas dañinas para la salud, o un viaje
a Caracas o un desaire a Capriles.
Si esos han sido los términos y el presidente se ha corrido
a toda posibilidad de enfrentamiento el resultado ha sido un régimen anodino,
que hasta a la derecha más temerosa de cualquier cambio, ya ha empezado a
aburrirle.
Las encuestas reflejan un cansancio con el estilo de
gobierno. Ni los programas sociales que han sido el aparente aporte inclusivo
de la actual administración, han podido evitar caer en la valoración de la
gente. Pero al mismo tiempo se ha asentado la idea de un presidente que no
cumple sus promesas y miente como cualquier político tradicional.
Incluso hay gente que ve corrupción, nombramientos
inadecuados y escalada en los precios a los consumidores. Son signos de que se
están acumulando los peores descontentos: ver que se gobierna sin proyecto,
sólo para usufructuar las ventajas del poder político; que se reparten los cargos
entre un mismo grupo; y que la gente está perdiendo capacidad adquisitiva y sus
salarios no mejoran.
El inicio del tercer año sin esperanzas y con profundas
desilusiones, no augura nada bueno para el gobierno de Humala que se ha ido
cerrando todas las puertas que le quedaban para un camino de enmienda. La
crisis de la repartija lo ha tocado de fondo, poniéndolo en el mismo saco de
los que antes trató de echar del poder por distintos medios.
Y así llega al 28 de julio para un discurso sin sorpresas ni
contenido.
24.07.13
Columna de Wiener
Miércoles de Política Nº 4
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