El año 1967 yo era estudiante del primer
año de ingeniería civil de la UNI.
Quizás sea irse muy lejos, intentar
explicar cómo llegué allí. Pero puedo decir que en los dos años que permanecí
en esa universidad me era difícil encontrar compañeros que compartieran las
inquietudes literarias y culturales con las que venía de la escuela.
En los últimos años de la secundaria había
sido un devorador de novelas y llegaba a la universidad impactado por mis lecturas
de Vargas Llosa, Ribeyro, Alegría, Congrains y otros.
Alguna vez mi padre me había preguntado qué
era lo que veía en la izquierda y de manera impulsiva había dicho que los más
importantes escritores eran socialistas, como si fuera una razón.
Pero en la UNI había otro tipo de
izquierdización, efervescente, radicalona, numérica e iletrada. Por lo menos
así la sentía. Tuve sin embargo la suerte de conocerme con Willy Zamalloa, otro
desubicado como yo, que asistía a los cineclubs de fin de semana y tenía un
record de lectura superior al mío y que me introdujo a Rulfo, Cortazar,
Arguedas, y con el que pasaba horas conversando de los temas que nos eran
propios.
Tal vez esta introducción sirva para que se
entienda el impacto que causó en nosotros encontrarnos con un letrero mientras
caminábamos dentro de la universidad, que invitaba a asistir a una conversación
entre los escritores Mario Vargas Llosa, peruano, autor de “La casa verde”, “La
Ciudad y los perros” y “Los Jefes”, y Gabriel García Márquez, colombiano, autor
de “El Coronel no tiene quien le escriba” y “Los funerales de la Mamá grande”,
que tendría lugar el 5 de septiembre, en el auditorio de la facultad de
arquitectura.
Las noticias que Willy tenía del colombiano
eran escasas y sólo había leído el libro de “El coronel…”. Yo estaba todavía
más atrás. Si había sabido algo de él, no me acordaba. Pero que Vargas Llosa,
que por entonces no sólo era un escritor que empezaba una carrera de éxito y
que parecía inspirarnos a todos, sino que además era un revolucionario
convencido, gran amigo de la revolución cubana, acudiera a nuestra casa de
estudios, me parecía suficiente acontecimiento.
Aunque pensásemos que la conversación no desataría
tanto interés en un escenario como la UNI, nos precavimos y fuimos temprano a
la cita. Pero apenas si pudimos ingresar y quedarnos al fondo de un auditorio
en el que cabían una 200 personas sentadas y había un poco más de ese número de
pie, pegadas a las paredes y en los pasillos. Afuera se quedaron un montón de
asistentes que simplemente llegaron a la hora. Fue un verdadero boom de
participación. Mis prejuicios con la universidad a la que tanto me costaba
adaptarme, habían caído por los suelos.
Conversación en la universidad
Seguramente no me equivoco si digo que la enorme mayoría
estaba allí por el nombre de nuestro escritor y quizás por curiosidad hacia el
otro conversador del que todavía había pocas noticias. Pero la noticia sería otra
ese día. No sólo por el lleno total, sino por lo que representó este diálogo,
casi monólogo, para la historia y que quedó grabado en varias publicaciones que
se hicieron sobre su contenido. Al frente de nosotros estaba Mario Vargas Llosa
con terno, bien peinado, haciendo las presentaciones y las preguntas, que
resultaron breves y directas como si quisiera darle toda la oportunidad de
lucimiento a su acompañante. A su lado estaba un colombiano caribeño, con una
camisa de manga corta floreada en amarillo y negro, el pelo desordenado, un
pantalón blanco y sandalias, en pleno final de invierno limeño.
Pero su extravagancia mayor no estaba en su
ropa ni en sus risotadas estruendosas, o en su desborde de palabras en cada una
de sus intervenciones, sino en el relato que había traído para nosotros.
Prácticamente toda la conversación giró en el relato acerca de cómo se concibió
y escribió el libro que Gabo acababa de publicar en Colombia y que llevaba por
título “Cien años de soledad”. Vargas Llosa daba la impresión de estar
extasiado con la obra. Y los que éramos el público nos íbamos enamorando poco a
poco del coronel Buendía, Úrsula Iguarán, Remedios la Bella y muchos otros
personajes, aún sin haber tenido el libro en las manos.
Lo real maravilloso emergía de García
Márquez como si él también fuera parte de la capacidad de nuestros pueblos para
crear cosas fantásticas. Yo estaba seguro que estaría entre los primero
compradores del libro cuando llegara a Lima, lo que ocurrió en las siguientes
semanas. Llevó leídas unas quince veces este libro, una de esas en voz alta
ante mí mismo, y una época hablaba usando como referencias la tenacidad
implacable del coronel que perdió 32 guerras, sufrió 14 atentados, tuvo 17
hijos en distintas mujeres que fueron asesinados en una misma noche y
sobrevivió a un pelotón de fusilamiento y a un veneno en el café que hubiera
matado a un caballo; o a Amaranta Buendía negándose a casarse y tejiendo su
mortaja hasta el día de su muerte; o a Fernanda del Carpio en un monólogo
interminable hasta sacudir al marido. Pero todo empezó ese día en la UNI.
Al final de la jornada Willy y yo, nos
preguntábamos si hubiera sido de todas maneras necesaria la presencia de Vargas
Llosa para hacer preguntas que quizás García Márquez no requería para hablar
como lo hizo. Pero ahí recordamos que habíamos
ido motivados por nuestro ídolo peruano, que era él quién nos había llevado a
conocer al colombiano exagerado y el que había tenido la sencillez de ponerse
en segundo plano para que apreciáramos el monstruo que teníamos delante. Ya
sabemos que años después Mario y Gabo se pelearon y que Vargas Llosa cambió sus
ideas y el mundo dio muchas vueltas. Pero a mí me queda una profunda gratitud
por lo que pasó en aquella conversación inolvidable.
02.02.14
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