Fue hacia mediados del año 2000, que valiéndonos de las
páginas del diario Liberación dirigido
por César Hildebrandt, pusimos en alerta que se venía una privatización
arreglada del Aeropuerto Jorge Chávez, para lo cual se había inflado
maliciosamente el costo de la nueva pista de aterrizaje, para argumentar que el
Estado a través de los ingresos de CORPAC no podía ejecutar la obra y se había
frenado las inversiones más urgentes como la implementación de las mangas para
el ingreso y salida de los aviones, que ya habían empezado a utilizarse en el
aeropuerto del Cusco.
Dos años antes, cuando preparaba las condiciones para la
re-reelección, Fujimori había anunciado el fin de las privatizaciones y se
había quejado amargamente de haber sido engañado cuando le dijeron que las
tarifas de los teléfonos, la electricidad y los combustibles bajarían
rápidamente por efecto de la “mayor eficiencia” de la gestión privada. De esta
forma se “salvaron” la Refinería de Talara, la Hidroeléctrica del Mantaro,
Sedapal entre otras contadas empresas públicas. Pero, entonces, empezó a rondar
la idea de concesionar infraestructura de transporte y qué mejor que el
principal aeropuerto en el que no había que preocuparse de la suba de tarifas
porque los que los usan son gente de dinero, que estaría seguro gustosa de
pagar por un mejor servicio.
La trama de la concesión del Jorge Chávez empezó por el año
99, pero la crisis política el año siguiente enredó todas las cosas. Sin
embargo, entre el tráfago de la nueva juramentación de Fujimori cuestionada por
medio país, las promesas y la violencia de los Cuatro Suyos, ministros como
Boloña, Bedoya Camere y Pandolfi, así como el privatizador multipropósito Dante
Matellini, armaron un tinglado según el cual para justificar la concesión se
aseguraba que no había dinero estatal, pero en la versión final de las bases se
trasladaba el compromiso de pago por los terrenos expropiables (que era el gran
gasto) a responsabilidad del Estado, lo que está relacionado con el hecho de
que dicho proceso no haya concluido en 13 años y se haya transformado en un
tremendo negociado con los antiguos hacendados que tenían los títulos de
propiedad y en un despojo para los campesinos beneficiados de la reforma
agraria.
El apuro de los últimos días trajo, sin embargo, dos fallas
de origen a la privatización: la primera, que los consorcios empresariales que
se armaron apresuradamente para entregarles la concesión se fueron cayendo uno
a uno, hasta que se improvisó como recurso final a Lima Airport Partners, que
tenía un registro vencido y no había podido otorgar poderes a su representante
que firmó los papeles sin estar acreditado para hacerlo; la segunda, que el
ministro saliente (Augusto Bedoya Camere), se “olvidó” de firmar la modificación
de las bases del 23 de agosto del 2000, y tres meses después estaba dejando el
cargo para que ingresara el gobierno de transición de Paniagua, cuyo ministro
de Transporte, Luis Ortega Navarrete, no tuvo mejor idea que firmar en nombre
de su antecesor con la fecha anterior, cuando aún no era ministro, acto que
invalidaba todo el proceso.
Los jueces que han tenido a la vista la denuncia sobre la
nulidad del acto jurídico del contrato, se han lavado, sin embargo, las manos,
argumentando que los únicos que pueden reclamar contra un contrato son las
parte involucradas, en este caso el Estado o LAP (artículo 62 de la
Constitución), y como ambos están conformes no procedería revisar el caso. O
sea que se puede faltar a la ley, suplantar autoridades y firmar sin tener
atribuciones, pero igual vale. Algo más: se puede presentar a una licitación
como un consorcio de tres empresas, como se exigía en las bases, cumpliendo
determinados requisitos (operador de primer nivel, constructora de prestigio
mundial, un socio peruano), y antes de tomar el aeropuerto disolver el
consorcio y reemplazarlo por una empresas registrada con el mismo nombre, cuyos
verdaderos componentes se desconocen (los originales se fueron yendo),
modificando en los hechos las bases de la licitación.
Una historia judicial
Haber puesto los ojos en las ilegalidades e irregularidades
del contrato LAP y no dejarse subyugar por el tema del edificio bonito (que ha
sustituido la obligación de construir la nueva pista) y de los premios
internacionales, nos ha costado al periodista Herbert Mujica, al director de La
Primera, César Lévano, y a quién escribe, una cadena de juicios por parte de
los administradores de LAP y sus equipos de abogados, en los que jamás se han
esclarecido los problemas señalados. El único argumento puesto en mesa ha sido
que los temas investigados afectan la reputación comercial de la empresa y por
tanto deben ser reprimidos. El caso extremo fue el pedido mediante acción de
amparo para que un juez prohíba la
circulación de mi libro: “LAP un fraude en tres letras” (2005),que fue
rechazado en todas las instancias y acogido (¿cuándo no?), por el Tribunal
Constitucional, que ordenó abrir el proceso lo que no ha hecho ningún juez en
cuatro años.
El 25 de febrero de 2009, ocurrió sin embargo un hecho
extremadamente importante en la historia de la privatización del Aeropuerto
Jorge Chávez. Ese día, en el ingreso de la playa de estacionamiento se detuvo a
un automóvil Mazda color plomo, que llevaba 29 paquetes con 57 kilos 850 gramos
de cocaína y cuyos ocupantes estaban armados. Hasta ese día se habían detectado
envíos en aeropuertos de varios países que no se sabían cómo salían de Lima.
Las investigaciones policiales y fiscales determinaron que había una red de
traficantes de drogas que tenía diversos cómplices en el sistema de controles
del aeropuerto y las líneas aéreas y que hacían ingresar la droga junto a los
alimentos para los aviones. El 12 de marzo, el juez Fidel Gómez Alva, del Sexto
Juzgado Penal del Callao, abrió instrucción a 34 personas por este caso,
incluyendo a los gerentes de seguridad de LAP y LAN.
Sobre este tema, logré obtener la copia de la acusación
fiscal y la resolución del juez y publiqué el 26 de julio del 2009, el artículo
de investigación “Red de narcotráfico en el aeropuerto”. Los periodistas Lévano
y Mujica, también se ocuparon del tema, recogiendo mi información. Esto fue
respondido por LAP, no con una investigación sobre las responsabilidades de sus
funcionarios y un esclarecimiento a la opinión pública, sino con diversas
maniobras para sacar a su gerente y otros implicados del caso, y con una
catarata de juicios por difamación contra los periodistas mencionados.
Con relación a este asunto, Lévano y Wiener fuimos
denunciados tres veces ante distintos juzgados: uno por el gerente de seguridad
directamente implicado, que más tarde argüiría que como fue excluido del caso,
nuestra denuncia quedaba desautorizada y eso nos convertía en difamadores; dos,
por el exgerente que había sido aludido tangencialmente como que había tenido
problemas anteriores dentro de una institución militar (las fuentes que
informaron sobre este caso no quisieron dar su nombre como testigos); tres, dos
apoderadas de LAP que se presentaron como ofendidas por nuestras informaciones,
y que tenían como litigante asociado a la mismísima LAP. Los tres procesos
tenían como base las mismas pruebas, es decir las tres publicaciones del diario
La Primera, donde se trató el tema: un artículo mío, una columna de Lévano y
unas “Pataditas”, y la misma argumentación jurídica. En todos los caso
solicitaban una fuerte reparación civil y ninguno de los denunciantes recurrió
al procedimiento de rectificación que tenían abierto si se consideraban
afectados.
El hecho es que mientras el caso de las drogas se fue
muriendo y tal parece que nadie fue castigado por ello ni se aclaró el papel de
las compañías en los pases de la blanca por entre sus narices, los procesos
contra los periodistas se alargaron por años, con resultados variados según los
jueces. En mi caso, resulté absuelto de la denuncia del gerente de seguridad
John Charles Kirch Jr., que los jueces desestimaron considerando que lo que
había hecho era una legítima investigación periodística. Pero estoy perdiendo
frente al exgerente Juan Salas, asunto donde los jueces de la Segunda Sala
Penal para Reos Libres han considerado dolosa mi investigación, es decir
deliberadamente hecha para perjudicar a una persona, con la que no me conozco
ni tengo relación alguna. El tercer proceso aún no concluye en la primera instancia.
Una vez más estamos ante los estrechos límites entre la
libertad de prensa (que implica el derecho a investigar e indagar sobre asuntos
públicos) y la protección del honor de las personas. Como dice el fallo
absolutorio sobre el caso Kirch, es posible que en el acto de denunciar un
hecho grave como es el tráfico de drogas, se puedan cometer errores o excesos
del periodista, que no son delito en tanto se pueda probar que había una
motivación válida en la denuncia y por tanto no existía voluntad de lesionar o
perjudicar a una persona determinada. Esto, por cierto, no siempre es valorado
de la misma manera por cada juez. Pero
lo importante es que sí hubo droga y muchas personas implicadas. Un juez justo
leerá los textos en ese contexto preciso. Pero también cabe separar una frase
de lo escrito para condenar a la máxima pena posible y a una reparación civil
fuera de mi alcance con claro ánimo de silenciar.
Estos son los dilemas que se dilucidarán finalmente en la
Corte Suprema, donde también se volverá a plantear la vieja cuestión de si los
periodistas independientes que valemos solo como personas individuales pueden
hacer frente ante la Justicia al poder de las grandes empresas, que tienen el
dinero y los abogados para perseguirte hasta que te canses.
19.11.13
Publicado por
Hildebrandt en sus Trece
2 comentarios:
El verdadero problema en el Perú es y siempre a sido los jueces y fiscales corruptos; hasta el actual presidente puede ser presa fácil de estos facinerosos y de hecho parece que lo está siendo.
Concuerdo con Jorge, es un mal que afecta a todo latino america. Tambien pasa con los consorcios por ejemplo. Los felicito por el blog!, muy interesante
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