Repensando el destino de América Latina.
Escribo desde Buenos Aires donde asisto a un Congreso
Latinoamericano de Historia. Es mi primer viaje al exterior desde mi
enfermedad. He estado en la capital argentina varias veces y siento que no hay
grandes cambios desde mi último viaje hace seis años. En ese lapso, Lima ha
vivido una alucinante explosión de edificios para los niveles sociales A, B y
C, que han representado un enorme endeudamiento para miles y miles de familias
peruanas y un gigantesco capital bancario comprometido en la tarea. Si estas
casas viviendas se pagarán durante todos los próximos años es algo que todavía
está por verse.
En este punto, como en otros, nuestro país está apostando
toda su suerte a que las finanzas internacionales y los inversionistas globales
se empeñen en hacer aquí un modelo que deje establecido que las economías
abiertas y con un Estado aliado de la gran inversión, sí funcionan y resisten
los embates de la crisis de las grandes potencias, el achicamiento de la
demanda y la merma de los precios de las materia primas. Un papel que ya
cumplió Chile en los 80 y parte de los 90, cuando en toda América Latina era
cada vez más el número de países que acumulaban fracasos en los ajustes y
reformas neoliberales de sus propias economías.
Si el sistema funciona en uno entre muchos países, debe ser
porque ese uno hace las cosas bien y el resto se equivoca en alguna parte. Alan
García lo tenía muy claro cuando nos trazó la meta de superar a nuestros
vecinos del sur en cuanto a crecimiento, ingresos de capital, acuerdos de libre
comercio, y otros elementos del recetario de moda para América del Sur. La idea
era que haríamos lo mismo que Chile y lo ganaríamos. Ahí empezó a
materializarse el disloque entre el Perú y la mayoría de sus vecinos. El ego colosal nos colocó en el camino de
separarnos de un subcontinente que vivía nuevamente la posibilidad de
convertirse en una fuerza global, con capacidad de hablarle en términos de
igualdad al resto del mundo.
La invención de la Alianza del Pacífico (ALPA) fue la jugada
maestra de García para reconcentrar a los aliados más confiables de los Estados
Unidos y debilitar al UNASUR y CELAC, que son instancias que afirman la
existencia de una Latinoamérica independiente. Es evidente que el presidente
que salía del poder en el 2011 había construido –casi al cierre de su
gobierno-, un importante obstáculo a la idea integracionista que se había
desarrollado en los seis años de campaña ininterrumpida de Ollanta Humala, que
parecía llamado a integrar la corriente de gobiernos progresistas
latinoamericanos. Pero ni el mismo García calculó que Humala se adecuaría tan
marcadamente a los marcos internacionales y nacionales que le había dejado. Por
eso ahora es un líder de la desintegración.
08.11.13
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