A menos de una semana de la interrupción constitucional, el
gobierno militar de Velasco cruzó la línea que nadie se atrevía a pasar. Fue
cuando el 9 de octubre, el denominado día de la dignidad nacional, las tropas
de Talara ingresaron a los campos petroleros e instalaciones de la IPC en el
norte del país, cumpliendo una orden directa del presidente de la Junta
Militar. El despliegue de hombres armados no sólo era una señal de decisión
política para los expropiados, sino una movida dentro del propio gobierno, aún
en formación, donde muchos de los ministros militares eran conservadores y
hubieran preferido dilatar la solución al viejo problema del petróleo de la
Brea y Pariñas.
En el Perú nadie discutía que el contrato por el cual la empresa
norteamericana controlaba una provincia y las principales reservas petroleras
era ilegal y una afrenta moral a la soberanía. Así lo había proclamado el
Congreso, había sido posición histórica del APRA y fue punto central de la propuesta
electoral de Belaúnde en 1963. Pero, una vez frente al problema los políticos
titubeaban, buscaban arreglos. Y era normal que dentro de los generales y
almirantes que derrocaron al arquitecto hubieran desacuerdos. Velasco se metió
de frente en un conflicto con Washington, que aceleraría finalmente el proceso
de reformas y nacionalizaciones, mientras imponía su liderazgo a sus colegas e
iba preparando los elementos de su reemplazo, con el equipo de coroneles radicales
que a fines de año se convertirían en generales.
Si mi padre había desatado su furia contra el golpe y sentido
alguna nostalgia por la caída del belaúndismo del que fue un simpatizante desde
lejos, la recuperación de Talara le cambió el rostro. Era poco después del
mediodía cuando llegué a la casa y lo encontré radiante y desbordado mostrando
imágenes que trasmitía la televisión en blanco y negro. En todo el país el
sentimiento era igual. Parecía que nadie se oponía a la medida, como tampoco
hubo quién hablara contra la reforma agraria y otras medidas importantes de la
época. Si ahora hay los que escriben sobre esos “años nefastos”, de los
atropellos a la propiedad privada (refiriéndose a las nacionalizaciones y
redistribución de la tierra) y de que los militares debían haber estado cuidando
fronteras en vez de jugando a la justicia social, es exclusivamente porque el
escenario se volteó completamente y el punto de quiebre fue otro golpe de
Estado en 1992, el que no condenan por nefasto, y que hizo otra redistribución
de la riqueza y del poder en sentido inverso al de 1968-1975.
Que la historia no debería avanzar con la fuerza de los tanques,
es una verdad indiscutible. Pero en el Perú fue así como lo relatamos.
Democracias débiles y acobardadas engendraron poderes fuertes e indiscutibles.
05.10.13
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