lunes, julio 30, 2012

La derecha y Humala


Como ocurre cuando se habla de la izquierda y su relación con el régimen encabezado por Ollanta Humala, que normalmente pasa por la frase de que no hay una sola izquierda sino varias izquierdas con miradas y proyectos diferentes, unos que nunca se asociaron con el comandante, otros que hicieron un pacto puramente electoral y otros (principalmente intelectuales) que lo acompañaron al diseño y luego fueron dejados de lado; de la misma forma habría que admitir que lo que llamamos derecha tampoco es un bloque homogéneo, ni sus respuestas a diversos problemas son equivalentes. O sea hay varias derechas en vez de derecha.

Tal vez lo más obvio sea recordar la escisión que aparece el año 2000, cuando en el curso de la crisis electoral surge una oposición liberal al fujimorismo, que no se había manifestado en diez años, salvo voces aisladas, y se alía con parte de la izquierda para lo que se llamó “transición democrática”. El producto de este proceso fueron los gobiernos de la primera década de los 2000, cuyos candidatos fueron derrotados por Humala y Fujimori en la primera vuelta del 2011. Esa tampoco es una sola derecha, como que hubo tres candidatos que quisieron expresarla en la última elección y el llamado postrero de Toledo para unirse con retiros de aspirantes para frenar a lo que parecían dos extremos, no fue escuchado. En la segunda vuelta, además los supuestos demócratas se dividieron en dos direcciones, unos que otorgaron la prioridad al modelo económico y apostaron abiertamente por Keiko y otros que dijeron que había peligro para la democracia y se agarraron de Humala.  

Cualquiera puede recordar que la derecha que venía de romper con Fujimori, encabezada por Toledo, pero que incluía al APRA, PPC, Castañeda, Andrade, Olivera y otros, dominó el escenario durante las elecciones del 2001 a través de la cuales se iniciaba la post-transición, Mientras el fujimorismo casi se había borrado de la escena y la antigua izquierda estaba tan débil que tuvo que pedir espacio en listas ajenas. Cinco años después había nacido un nuevo actor bajo la forma de una izquierda nacionalista encabezada por el comandante en retiro Ollanta Humala, que se inspiraba en un gesto político de rebelión en octubre del 2000, con el que señalaba no sólo su oposición a Fujimori y la prolongación de su poder, sino las negociaciones de los partidos y el gobierno saliente para darle una fórmula de solución a la crisis. El hermano del rebelde Locumba, el hermano del sedicioso de Andahuaylas que justificó que se reclamara la renuncia del presidente Toledo en el año nuevo de 2005, se convirtió en un fenómeno político nuevo al generar grandes manifestaciones en todo el país donde la gente iba para conocerlo.

Humala se apoderó de un discurso radical, más a la izquierda que la izquierda,  y promovió un partido y una corriente social de los de abajo y muy abajo, respaldando sus demandas inmediatas y generándoles la idea de la aparición de un líder con las supuestas virtudes del militar: energía, coraje, honestidad, y los sueños del radical dispuesto a cambiar el mundo. Ese tipo pareció la reencarnación de muchos miedos de los sectores dominantes peruanos; por un lado Velasco y la pesadilla de los militares que se tornan izquierdistas, por otro lado Chávez y las nuevas izquierdas gubernamentales latinoamericanas, que vienen de diversos orígenes, pero invariablemente de fuera de las estructuras de los partidos tradicionales y están encabezados por caudillos mesiánicos e inspirados que andan buscando vías que se suponen alternativas. 

Por estas razones, la derecha quebrada el 2000, se tuvo que tragar varios sapos y juntarse de emergencia seis años después y aceptar que en aras de la “democracia”, el fujimorismo adquiriera un lugar en el frente “todos contra Ollanta”, que sirvió para elegir a Alan García. Para algunos la lección era clara, si en nombre del peligro mayor se habían podido olvidar los pecados de Alan García, porqué no podían comenzar a diluirse los de Fujimori, e incorporar a su partido en el nuevo orden de los 2000. Para otros, como se vería más tarde, el regreso del fujimorismo representaba su negación política. Por eso las diferencias que volverían a brotar en la disyuntiva del 2011, cuando Humala se presentó como un mal menor frente al regreso de los hombres y mujeres de la dictadura. Para unos esto era admisible si el candidato definía compromisos de continuidad en política y economía, para otros no había garantías suficientes para entregarle el poder y era mejor volver atrás recordando que no todo el fujimorismo era malo y que ellos en buena cuenta habían hecho continuismo en muchos aspectos. Un fujimorismo dentro del juego de partidos ya parecía una cosa natural, sobre todo después que el APRA los tuvo tan cerca en su segundo gobierno.

Nadie podrá medir exactamente el significado matemático del endose de Toledo y Vargas Llosa en el resultado final de la votación nacionalista, pero es cierto que estas definiciones tuvieron una enorme influencia en el ánimo general para crear una polaridad política en el sentido de hacer lo posible para que no regresaran al poder los depredadores de los 90. Es decir hubo una derecha o centroderecha que puede legítimamente reclamar como propio el resultado del 5 de junio del 2011, pero que no es precisamente la que más ha logrado influir en las decisiones posteriores.


HUMALA EN EL PODER

Al comenzar el gobierno de Ollanta Humala todo parecía claro: contaba con la legitimidad electoral y el apoyo de los principales movimientos sociales organizados; tenía suscrita una alianza formal con la izquierda al comienzo de la primera vuelta, y un pacto de cogobierno con el toledismo y sus aliados de centro derecha en la segunda, así como con diversas fracciones políticas organizadas en muchas regiones cuyos líderes integraban sus listas parlamentarias. En conjunto todo este universo configuraba una mayoría política difícil de discutir. Además tenía los votos para dirigir el Congreso. Una influencia de la que todos hablaban en un sector de los mandos de las Fuerzas Armadas, especialmente del Ejército,  que por lo menos era más directa y significativa que la de sus predecesores inmediatos. Medios estatales que podía orientar de acuerdo a sus objetivos y una cierta prensa que lo había acompañado en la victoria y que estaba en el apogeo de su influencia.

Ollanta podía mover masas en Lima y sobre todo en el interior del país, para hacer sentir su fuerza ante cualquier intento de desestabilizar a su gobierno.  El país había votado un tercio hacia la izquierda, y unos dos meses después sobre el 50% por un gobierno de centroizquierda, que a diferencia de otras ocasiones sería más de corte izquierdizante (no tanto de partidos, como de tendencia ideológica-política) que de centro, pero obligado a sujetarse a ciertos límites que fueron los que se definieron en la llamada “Hoja de Ruta. Pero nada de esto fue lo que ocurrió. Entre junio y julio de 2011, en un juego de silencios y evasivas muchísima gente se sintió ya parte del nuevo gobierno. Mientras Humala había decidido armar un muñeco propio, ni de izquierda, ni de derecha, ni de centro, pero sí con algo de cada cosa, donde él ponía el sello final a la mistura. Había convocado a Salomón Lerner para primer ministro, lo que parecía un gesto amable hacia los empresarios, tanto por la propia condición de tal del convocado, como por su don de gentes y espíritu apaciguador.

Pero parece que no fue suficiente o los gremios de la empresa decidieron probar que tan fuertes eran, porque pasaron a reclamar veto sobre el nombre del presidente del Banco Central de Reserva y del ministro de Economía. En la medida que se sintió más presionado el presidente electo se aisló aún más de su entorno y empezó a cavilar soluciones, donde el centro parecía ser evitarse confrontaciones con los poderes que reconocía como reales. De esta manera maduró la idea de mantener en funciones de gobierno a funcionarios del régimen anterior que dieran confianza a la gran empresa de que por lo menos en economía no habría modificaciones que pudieran erizar a alguien. Eso ya no era una alianza con la centroderecha como la germinada en las elecciones, sino directamente un endose al funcionariado tecno-burocrático, con ligazones con los organismos financieros internacionales, la banca y la gran empresa, cuyo tiempo de oro y de poder comenzó con Fujimori y se recicló con los gobiernos post-fujimoristas. Muchos creían que la era de los técnicos apropiados del Estado, que sirven a los fines de la derecha, llegaba a su fin. Pero el primer acto efectivo de Humala para definir su nuevo equipo de gobierno fue anunciar que el presidente del BCR, hombre de confianza del FMI, mantendría el cargo y la política monetaria no se modificaría.

El dato fue celebrado doblemente no sólo por lo que significaba en sí mismo, sino porque reinventaba a un Humala, a muchísima distancia del tipo intransigente que se habían imaginado. Julio Velarde, conspicuo miembro del PPC, redactor del Plan de Gobierno de Lourdes Flores en el 2006, fue escogido por García para la presidencia del Banco Central por una mezcla de consideración política (reconocimiento a la derecha por su apoyo a la victoria) y como garantía de que no haría lo de veinte años antes de farrearse las reservas. Humala lo ratifica más como un gesto proempresarial, que político o técnico. Al final deja que las cosas vayan por donde han venido yendo, con un BCR comprando y vendiendo dólares en el mercado a su real criterio, para conservar una estabilidad relativa, pero con sospechas de grupos beneficiados por movidas muchas veces arbitrarias.

Y, claro que tenían razón, en la CONFIEP y otros gremios empresariales en intuir que a partir del Velarde ya todo era posible. Y tal parece que Humala ya lo tenía así decidido, porque muy pronto se confirmaría que el otro puesto cedido a la gran empresa sería el de ministro de Economía, asignado al  último viceministro de Economía del régimen aprista, el funcionario Miguel castilla, venido de la tecnocracia de los organismos internacionales directamente a los altos cargos del MEF, donde el presidente lo preseleccionó, según se dice, después de escucharlo y admitir que era el primer economista al que le entendía lo que decía. Cualquier duda de que el mensaje era que la transformación que prometía Ollanta, la hoja de ruta que se inventó en las elecciones, la inclusión social que apareció como la palabrita salvadora sobre lo original del nuevo gobierno, cabían con el crecimiento vía concesiones a la inversión privada que había regido en el Perú a lo largo de veinte años y que Velarde y Castilla defienden abiertamente porque está en su ADN económico y político.

Las decisiones de virtual shock político de Humala estuvieron, sin duda, a punto de frustrar el nonato gabinete Lerner. El exjefe de campaña de Humala transmitió de inmediato su renuncia al presidente ante el evidente cambio en política económica que arrastraría impactos en otros sectores. Humala no quiso ceder y buscó a su asesor Luis Favre para que le ayudara transar con su aún no juramentado primer ministro. Eso dio base a un compromiso: Lerner iría al premierato y tendría un paquete de ministros y otros funcionarios (empezó a administrar la herencia nacionalista-izquierdista de las elecciones que había quedado bastante mermada), habría unas bancas para el toledismo y otras para independientes; y a la derecha dentro del gobierno se le impondría limitaciones: directorio progresista del BCR; futuro equilibrio entre el proyectado ministerio de la Inclusión Social y el MEF y otras. Las condiciones referidas a cargos públicos duraron lo que duró el premier, y las de limitación a la derecha tecno-burocrática quedaron en meras palabras.

En relación al toledismo, Humala siguió el mismo libreto, de negociar-transar-olvidarse del asunto. A los nombres que le fueron alcanzados aprobó a los que le parecieron a través de la entrevista, los de menor peso político. De esa forma si el ala “izquierda” estaba colgada de un Lerner que no estaba convencido del paso que había dado y que iba perdiendo confianza en su presidente, tampoco había a su lado un “centro” real con algún tipo de agenda política y capacidad de negociarla. Al contrario, el general Mora no hizo más que un deslucido papel de tramitador entre el Ejecutivo y los militares, y Rudecindo Vega curiosamente decidió jugar a una apertura a los sindicatos, como si esto interpretara a Humala, que lamentablemente duró poco. Finalmente los cargos que faltaban se rellenaron de manera desordenada, a punta de presiones de un lado e inspiraciones. Casos curiosos como el del ministro de Salud, Tejada, al que le entregaron un sector clave para la llamada “inclusión social”, pero que no tenía idea de qué hacer con el sector, del que se dice que hizo migan con Humala por correr juntos en las mañanas en las calles de San Borja. O el del ministro del Interior, el  que llegaría más tarde a primer ministro, y que estaba vinculado al presidente por haber sido su instructor en la Escuela Militar.

El gabinete Lerner que algunos recuerdan como de centro-izquierda o como el de la “incoherencia” por la convivencia de diversos sectores políticos, era en realidad uno mucho más complejo, de izquierda-centro-derecha-independientes, es decir una ensalada armada con demasiados ingredientes, sin ninguna orientación real para poder actuar como equipo. En una parte del gabinete era casi una adivinanza diaria saber adónde quería Humala llevar el barco y qué se esperaba de ellos, lo que derivaría en actos fallidos y autorestricciones. Pero en otra parte el entendimiento era que se les había dejado a cargo de hacer lo que venía de atrás y no para inventar algo nuevo. Para decirlo de otra manera, la izquierda tenía un difuso plan de ganar la gracia del presidente, disputar con la tecnoburocracia y durar en los cargos para no completar su derrota. En tanto que al otro extremo, se iba armando un núcleo duro preparado para absorber el mayor poder posible en el menor tiempo posible. La célula Castilla que al principio tenía al ministro del MEF y al de Vivienda (propuesta del propio Castilla), se amarró con el titular de Transportes, con el que no había problemas ideológicos y que ya había sido copado en los viceministerios y direcciones por personal de gobiernos anteriores, que habían sido actores de las más notorias privatizaciones en el sector. El ministro Castilla a su vez, tuvo la perspicacia para detectar que el “pragmatismo” de Valdez iba muy bien con el continuismo neoliberal y se fueron entendiendo. Todo esto duró hasta crisis de Conga, cuando se vio que la célula Castilla, ya había creado un petit cabinet con Humala. El dispositivo que finalmente forzó la salida de Lerner, dejándolo sin autoridad ante Cajamarca y estaba listo. Y la salida del contemporizador derechizó totalmente el escenario del poder.

Ciertamente quién había introducido la “incoherencia” en la dirección del Estado era Humala con su formidable concesión a los empresarios en el BCR y el MEF. Pero luego, los incoherentes eran los que creían que estaban ahí por representar todavía alguna alternativa de cambio, más lenta, más tortuosa, pero con la que Ollanta todavía tenía un compromiso de fondo. Un gobierno que oscilaba entre el bloque MEF-Interior, y el premier con sus amigos, se desbalanceó completamente cuando el presidente hizo explícito que se iba con los primeros. El camino de la crisis política había quedado abierto. Fuese por las razones que fuese, por ejemplo, simple soberbia, por haber sido desafiado por los cajamarquinos en el tema de la nueva mina de oro, y luego vapuleado cuando intentó un tardío retroceso (suspensión del proyecto); o porque realmente había pactado con las minas al aprobar el llamado “gravamen minero” del que se decía que dependerían las inversiones sociales; o porque lo “convencieron” que el agua puede coexistir con el oro, e incluso incrementarse; lo cierto es que en diciembre de 2011, Ollanta había completado una transición que se inició casi al día siguiente de la segunda vuelta.


EL PAPEL DE LOS MEDIOS

Pero nadie puede hablar de derechas en el Perú, obviando el enorme poder de la prensa.  Algunos opinan que se trata de la verdadera derecha y la que está condicionando la política de los últimos veinte años. El hecho es que en medio de una agonía de las estructuras partidarias, de un caudillismo acrecentado, de un desprestigio estructural de la función parlamentaria, de gobernantes que prefieren evadir a aclarar los temas nacionales, el peso de los medios resulta desproporcionado, sobre todo tomando en cuenta la altísima concentración de propiedad y por ende de orientación que caracteriza a la prensa escrita y audiovisual. En realidad estamos hablando, para Lima, que se entiende de proyección nacional, de cuatro grupos televisivos; uno solo para la radio; tres grupos propietarios de redes de diarios (uno de ellos extendido a la televisión) y de algunos diarios independientes normalmente de menor tiraje. Esta estructura significa que basta entenderse con cuatro o cinco personas para orientar la prensa nacional peruana, como quedó inolvidablemente graficado en los videos de Montesinos.

La dictadura comprendió cabalmente que sin control de prensa no tenía futuro. Por ello los dueños de los medios fueron convocados el día anterior al golpe del 5 de abril para adelantarles lo que ocurriría y las razones secretas de la medida. Por lo mismo se creó el sistema de bolsa de publicidad que dura hasta ahora, que tiene asociado empresas de medición de audiencias y lectorías, y que subsidia grotescamente a los medios. Y finalmente se les abonó la sumisión en efectivo cuando los dueños sintieron que les pedían privarse de ingresos al negarse a publicar propaganda electoral para el año 2000. Pero todo este sistema generó una prensa sujeta al régimen, aunque en distintos grados, mucho más notorio en la televisión y más elaborado en los diarios, en donde hasta cabían opiniones discrepantes. Este esquema, por cierto, se resquebrajó con la caída del régimen y la velocidad de los acontecimientos. Pero, como acaba de volver a suceder, a los miedos iniciales y las primeras fugas de implicados, sobrevinieron negociaciones para no cancelar el sistema y pasar a un cambio mayor.

Siempre hay palabras para justificar estas conciliaciones, y la de Toledo fue erigirse en garante de la libertad de prensa, como si recreara al Belaúnde de los 80, cuando devolvía los medios a sus “legítimos propietarios”, luego de la dictadura militar de Velasco-Morales Bermúdez, que los expropió; sólo que esta vez se trataba de ratificar la propiedad en la mayoría de los propietarios que habían vendido su independencia al poder político, para que el poder mediático siquiera tal cual. Alguna vez el expresidente Toledo confirmó que esa decisión la tomó sólo, cuando la mayoría de su Consejo de Ministros opinaba que había que cancelar las licencias y volverlas a licitar. El hecho es que quedamos con una inmensa marca en la estructura de medios proveniente del duro autoritarismo y de la corrupción de los 90, y eso no impidió que ese poder se hiciera sentir frente a los nuevos gobiernos democráticos. Por irónico que parezca, como los mecanismos ya estaban armados, siguió funcionando la conversación con los dueños, que ya dijimos, se cuentan con los dedos de la mano; la bolsa de publicidad repartida con aparente objetividad y que beneficia siempre a los mismos; y la combinación exacta de presión con colaboración con el gobierno.  

Lo que ha cambiado, sin embargo, de un período a otro es, sin embargo, la relación entre poder político y medios. Si bajo Fujimori-Montesinos la prensa aparece recibiendo instrucciones y hasta lecciones (había una escuelita para educar a los dueños de la televisión en lo que se quería de ellos, en el SIN), al año siguiente y una vez despejado el asunto de quienes quedaban en la cancha, los medios pasaron a ser los que impulsaban, instruían y hasta “educaban” a los gobernantes. De esta manera el eje poder-prensa siguió siendo fundamental aunque las formas y los equilibrios se vieran modificados. La historia de las elecciones y el factor mediático es muy elocuente al respecto.

En 2006, se produjo un fenómeno todavía no conocido en el país: luego de un alineamiento casi unánime con la candidata que los empresarios habían designado como su carta y que en una de sus intervenciones iniciales se comprometió a no mover la Constitución de 1993 en medio de las aclamaciones del dinero, en lo que parecía una disputa fácil frente al candidato del APRA con 70% de peruanos declarando que jamás votarían por él, los medios empezaron a alarmarse por la aparición en las encuestas de un nuevo adversario que venía por la izquierda captando todos los descontentos. Curiosamente ante este empuje se debilitaba su candidata que dejaba de crecer y fracasaba en su intento por poner en marcha una “derecha social”, lo que dio lugar a un primer viraje de campaña centrado en detener a como diera lugar a Humala. Esta fue una batalla de medios que podría haber sido épica si no fuera por la inmensa desproporción entre el ataque de casi todos (en segunda vuelta fue de todos) contra un solo candidato sin capacidad de responderles. El principal objeto del ataque era sembrar miedo y aversión hacia el candidato, lo que beneficiaba claramente a García que dejaba de ser la bestia negra y se convertía en candidato del sistema.

Es verdad que lograron mellar la marcha ascendente del nacionalista y posiblemente influyeron en la decisión final que se produjo por estrecho margen. Pero lo fundamental fue cómo se dio el segundo viraje de la misma campaña, que es cuando se registra un empate técnico entre las candidaturas de Flores y García, en el segundo lugar de la primera vuelta, no pudiendo establecerse quién pasaba a competir con Humala. Ahí ocurrió un milagro pocas veces visto que consistió en que más del 90% de la prensa amaneció lourdista en la mañana de la votación y se acostó alanista esa misma noche, cuando entendió que a pesar que no se había definido la cosa, el único candidato con el que podían lidiar contra “el peligro Humala” era el experimentado e inescrupuloso Alan García. Así que ejercieron toda su capacidad de presión para forzar a Lourdes a aceptar su derrota, de igual manera que lo harían para que se lance a las municipales del 2010 (donde fracasó) y de facto renunciase a sus aspiraciones para el 2011. Si se ve bien, esos fueron episodios puramente mediáticos, en el que la intervención de los partidos y otros actores políticos vino detrás de la campaña que llenaba los titulares de los diarios y las discusiones de la televisión y la radio.

En el 2006, la gran prensa nacional concluyó que su poder era casi ilimitado al lograr hacerse parte de la victoria de Alan García sobre Ollanta Humala en la segunda vuelta. Un manto de olvido recayó sobre lo que pasó en primera vuelta, el cambalache de Lourdes por Alan, y los duros reparos que los medios y analistas tenían hacia la anterior gestión del aprista, cuando se llegó a los más altos índices de inflación y a la más larga recesión de nuestra historia. Cierto que dentro del triunfo, se incluían divergencias que luego reaparecerían en las siguientes elecciones: de un lado los que hasta hoy creen que la lección es que una guerra mediática implacable, bloquea una candidatura-riesgo, y que la volvieron a aplicar con Susana Villarán para las elecciones municipales del 2010, y con Humala en el 2011, con resultados que inicialmente les parecieron mortales a sus promotores; y los que pensaban que un exceso de contrapropaganda es contraproducente, porque victimiza al que la recibe y desata sentimientos a su favor que le ayudan a ganar puntos.

Sea como sea, el hecho es que los medios no decidieron los ganadores, pero si construyeron el clima político de cada elección y contribuyeron enormemente a la polarización extrema entre las opciones más allá de sus características reales. Un dato importante es que si en 2006, especialmente en segunda vuelta, no había un medio que se escapara del libreto, para 2010-2011, se redujo la unanimidad por la existencia de La Primera, diario cercano a Humala que acrecentó su influencia política luego de ser considerado “prensa chica”, y por la posición antifujimorista de La República y Diario 16, que de alguna manera sacaron la cara por el candidato que les servía para enfrentar a la hija del dictador. Obviamente esta perforación de la hegemonía al 1005 no variaba la dura correlación mediática que imponía el resto de los medios. Lo que sin duda estuvo en el cálculo inicial de Humala que decidió una estrategia distinta a la de 2006: no enfrentarse con los medios. 

Esta fue una decisión fundamental de la asesoría brasileña que recibió el futuro presidente. La manera de reducir la imagen de dureza y confrontación que rodeaba a Humala según todos los estudios de opinión pública, era convirtiéndolo en un silencioso receptor de los ataques que sin duda caerían sobre su persona. Directiva que Ollanta Humala cumplió al pie de la letra. El primer efecto del giro fue que la derecha sintió que podía acorralarlo sin resistencia. Las primeras encuestas lo dieron tan abajo que merecía ser ignorado para que no suba, obviando su ubicación en la anterior elección. De esta manera Ollanta desafió la ley de la política que dice que de un candidato se debe hablar bien o mal, no importa, pero si no se habla, no existe. Esta desaparición fue real hasta un mes antes de las elecciones, con menciones marginales y tratamiento de candidato menor. Pero a su vez demoró la andanada que se sabía se vendría en algún momento y que por cierto iba a perder efectividad mientras más cerca estuviera el día de la votación.

Lo cierto es que cuando se inició la atropellada humalista a los primeros días de marzo, la maquinaria respondió casi de inmediato después de una breve sorpresa y lo hizo en su mejor estilo destructivo, de intento de muerte rápida, recuperando al paso temas de la campaña anterior e intentando introducir nuevos, pero fue tarde para evitar que la primera vuelta otorgara una victoria inicial al candidato que ya creían descartado. Lo que se armó para segunda vuelta si que fue bueno, incluido el programa especial que le dedicó semanalmente Jaime Bayly (el escritor y animador televisivo venía de ayudar a ganar a Susana Villarán, contra la prensa de derecha que ahora lo contrataba para liquidar a Humala), pero el candidato sobrevivió y pudo llegar a la meta. Pero la estrategia de no pelearse con los medios no acabó allí, sino que se convirtió en una de las claves de la nueva presidencia.

A un año del gobierno de Humala, tal vez uno de los paisajes más sorprendentes, en donde si se percibe una gran transformación, sea en el trato entre los grupos principales de la prensa de derecha y el ahora presidente atacado inmisericordemente durante años y apaleado en dos campañas. No es que sea de abierta simpatía por el gobierno, al que lo han modulado a partir de fuertísimas presiones para que sea lo que ellos quieren, debilitando varios ministros y jefes de organismos públicos.

Pero al mismo tiempo poniendo por encima del debate al presidente y su esposa, que a su vez han retribuido sin contestarles una ofensa, administrando sus presentaciones y reuniéndose con los propietarios como si fuera lo más normal del mundo. La prensa, como la tecnoburocracia ha tomado el asunto como que ellos son parte de lo permanente en el sistema de poder y que no sólo tienen derecho, sino el deber de batirse porque siga sus mandatos y no el de los electores. En eso funcionan como los empresarios del mundo de la producción y del comercio que cree que lo que es bueno para ellos, lo es para el resto del país.  A estas alturas del gobierno Humala hay un modo de funcionamiento entre la prensa de derecha con el presidente y el poder ejecutivo, así como lo hay con el funcionariado que pasa por técnico y los empresarios.

Quizás lo menos acomodado sea la relación con los partidos, pero eso es lo más normal porque en el fondo aún con el giro derechista de Humala, siguen siendo opciones competitivas.  


TECNOBUROCRACIA Y EMPRESARIOS

Como dice la canción, Castilla fue viendo que podía tener un ministerio (MEF) y el gobierno resistía, así que decidió pedir uno más (Vivienda). Pasó el tiempo y sumó Transportes. Derrotó a Burneo en la preferencia presidencial y se apoderó del novísimo ministerio de la Inclusión que iba a contrapesarlo. Y en la crisis de diciembre consiguió aumentar otros dos más (Energía y Minas y Trabajo). En la crisis de abril (caso incursión senderista en la zona de Camisea) nombró nueva ministra de la Producción que muchos la ligan al grupo de Economía. Ya serían así siete ministros con lógica castillista, ni que decir del alto número de viceministros con las mismas características. Casi todos estos tienen en común una trayectoria larga en puestos del Estado (la excepción puede ser la ministra de Inclusión Social, a la que más bien la han copado en las responsabilidades del ministerio con personal del MEF y ella ha consentido que así sea).  

El clan Castilla ha  crecido como una metástasis durante el gobierno de Humala. Nunca el MEF ha llegado a un poder así. En el pasado podía repartir o restringir dinero, autorizaciones, licencias, impuestos, concesiones, nombramientos, captaciones de personal de otras instituciones, para mostrarse mucho más fuerte que otros sectores, aún que los primeros ministros. Pero este poder descomedido se ha multiplicado con el control directo de los ministerios de producción y algunos de los más importantes del sector social. Es como si con Ollanta surgiera un Estado dentro del Estado. ¿Y cuál es la nota ideológica de este proceso? Es evidente que la tecnoburocracia lucirá como una identidad de la que está orgullosa, su no pertenencia a ningún partido político, y su participación en varios gobiernos, muchas veces en todos los gobiernos desde Fujimori.

Ellos son “técnicos puros”, que saben el “¿cómo se hace?”, para las decisiones del Estado. Son abogados, economistas, administradores, ingenieros, comunicadores, etc. Han asimilado eso de que el Estado tiene límites y que el crecimiento depende de crearle las mejores condiciones a la inversión privada, mientras más grande mejor.  Con esta filosofía, se acompañan otros conceptos como  el saberse mucho más pagados que el resto de la administración estatal porque lo merecen; ocupar cargos, directorios y comisiones especiales a la vez que engruesan sus ingresos; encubrirse en irregularidades y actos de corrupción; favorecer a grandes empresas de acuerdo a sus exigencias; etc. Ollanta Humala ha permitido la autonomía extrema de este elemento y su articulación dentro del gobierno.

Es una derecha no declarada, que responde sin fisuras al credo neoliberal. Lo impresionante es la incapacidad del presidente para ponerle reglas y alguna limitación. El resultado es que el gobierno está efectivamente invadido por esta especie que se considera además calificada para dirigir el Estado y llamada a hacerlo, más allá de los votos y las formalidades democráticas.  De la determinación original de quedarse, han evolucionado al proyecto de copar lo más ampliamente posible los resortes del poder político. Lo más interesante es que muy pocos ven el peligro que esto representa y se pierdan en los títulos académicos y los currículos aparentemente nutridos de muchos de ellos. Son profesionales serios, se escucha decir, pero depende de qué clase de seriedad estamos hablando.

Para cerrar este análisis insistamos que el Perú del 2012 ya no es el de 1992, cuando el golpe militar, las privatizaciones y la represión del terrorismo. En esa etapa el peso de los centros financieros internacionales era central, al extremo que alguna vez Fujimori se proclamó fondomonetarista y preguntó desafiante: ¿y qué? Ahora ese papel directriz lo cumplen directamente los gremios empresariales peruanos mucho más fuertes que hace veinte años, y mucho menos representantes de “intereses nacionales” por oposición a extranjeros. Ahora son gremios de la sociedad del gran capital nacional-extranjero y directos actores de la lucha por el poder. Eso se ve a cada paso. Los empresarios están atentos al gobierno de turno y a las perspectivas de alternancia y pagan para tener capacidad de influir en los procesos. Esa es una realidad latente a la que conviene no cerrar los ojos. Han fallado demasiadas veces para decirnos quién debe ser el gobierno, pero han tenido éxito en trocar su derrota en un copamiento de quién sea que represente el nuevo poder.

El caso Humala, a pesar de repetir un diseño conocido, tiene un elemento nuevo, y ese es la polarización previa de ricos contra pobres, capital centralista versus provincias descentralistas, ciudad frente a campo,  extractivismo en conflicto con economías tradicionales, etc. Todo este conglomerado que se armó tras Humala no es la usual suma de votantes dispersos que hacen ganadores de elecciones. El bloque humalista que se ha quedado sin líder, está activo como lo muestran los conflictos sociales del último año y lo que se capta entre la gente con mayor nivel de organización y conciencia. Esa es todavía una minoría, pero la corriente que se va desencantando va en ascenso. Lo que en última instancia se puede decir es que Humala no pudo desporalizar el país después de la elección. El resultado es que el enfrentamiento que el encabezó durante años y llenó de esperanza electoral, está camino a reconstruirse, con la diferencia que el antiguo líder ha cambiado de lugar.

Ollanta Humala ha perdido su identidad social, pero es difícil decir si ya tiene una nueva y si sus socios de hoy le tienen la suficiente confianza que han tenido con otros presidentes.


Perú Hoy
Julio 2012

1 comentario:

Juan A. Cavero G. dijo...

¿Hasta cuándo creen los poderosos que seguirán con la farsa de una democracia de papel?
Que sujetos como Fujimori, Toledo o García, se burlen de sus promesas electorales cuando ejercen la presidencia, es lo esperable en tipos de esa calaña. Pero que Humala, quien llevó la esperanza de un verdadero cambio, haga lo mismo, sólo genera cólera en quienes confiaron en él. Con su conducta, el actual gobernante está, prácticamente, cerrando las puertas a una verdadera transformación en el Perú, por la vía pacífica.