No se me ocurre otra manera de expresar mi homenaje a las mujeres que
son madres, que contar algunos recuerdos sobre la mía.
No fui hijo de un telegrafista pobre de provincias, sino de
un empleado de la empresa de telefonía de Lima que un día recibió en la Central
Telefónica del Callao en la que estaba cumpliendo un domingo de solitaria
guardia, la visita de un amigo que llegó acompañado de cuatro hermanas a las
que había llevado a visitar el puerto y a las que quería mostrar las nuevas
tecnologías de las comunicaciones automáticas. La visita fue breve. Pero al
retirarse y abordar el tranvía que lo llevaría de retorno a Lima, el que años
después sería mi padre se sorprendió de hallarse con el mismo grupo al que
había atendido unas horas antes. Y terminó sentado al lado de la que después
sería mi madre.
Así empezó una historia de amor que duró casi cuarenta años
y al que debemos la existencia yo y mis dos hermanos. Bueno, sin contar a los
nietos y bisnieta. Mi madre vivía en su época de soltera, en la segunda cuadra
del jirón Arequipa (hoy Emancipación), a corta distancia de la Plaza Unión (hoy
Plaza Castilla), y para ingresar a su casa había que atravesar un gran portón y
caminar por una ancha entrada con piso de tierra que llevaba hacia una fábrica
de vidrio que se ubicaba al fondo del solar. Sobre la mano derecha del corredor
estaba la casa de mis abuelos Fresco-Evans, y sobre la izquierda las de los
Pita-Fresco, sus parientes. Contaba mi padre que al pasar el portón lo que
hacía era silbar la melodía de la película “estás en mi corazón”, para anunciar
su llegada. Carlos y Elena tuvieron un romance de varios años y luego que se
casaron se tomaron otro tanto hasta tener su primer hijo.
Mi padre era metódico para todas las cosas. De ahí que la
distancia que mantengo con Hugo es cuatro años y de este con Christian es de
cinco años. Precisamente el recuerdo más antiguo que guardo en la memoria es de
la vez en que crucé una pista del Callao donde los carros pasaban a gran
velocidad, de la mano de mi padre para ir a ver a mi hermanito recién nacido en
el Hospital Daniel Carrión. Era el año 1953. Mi madre me recibió con el
peladito en sus brazos, mientras don Carlos reconocía que no había preparado
nombres de hombre para la circunstancia. La escena la volvería a vivir años
después y fue aún más difícil encontrar un nombre de varón para reemplazar la
lista de nombres femeninos que mis padres habían armado seguros que por fin
tendrían la mujercita esperada que nunca vino. Fue en ese momento que me
preguntaron de improviso: ¿y cómo se llama ese tu amigo del colegio? Y ahora mi
hermano se llama Christian por esa ocurrencia.
Toda mi infancia me interrogué por el extraordinario contraste en
las reacciones de mis padres ante las mismas situaciones. Los problemas lo
desmoronaban a él y hacían emerger a ella. En cualquier reunión social mi padre
se apoderaba de la conversación, del baile y de todo lo que estuviera a su
alcance con el mayor estruendo, mientras mi mamá guardaba silencio discretos
como si quisiera no ser notada. Con el viejo se podía conversar de política,
historia o literatura, en una mesa en la que mi mamá solo intervenía si tenía
que informar algo como un encargo o alguna advertencia sobre lo que estábamos comiendo.
Pero doña Elena era la única capaz de escuchar nuestras confesiones sobre las
cosas más íntimas: ilusiones, decepciones, errores, que ella entendía y le
servía para orientarnos. Guardaba secretos que ella misma había elevado a esa
categoría, asumiendo que si una chica me llamaba por teléfono varias veces era
porque se trataba de su “futura hija política”. Tenía una manera especial de
minimizar los problemas diciendo estas cosas pasan. Cuando supe que un tío
estaba para morirse me dijo: “todos tenemos que morirnos”. Y yo me llené de
miedo con su respuesta.
Cuando mi padre se fue de este mundo, casi de un momento a otro,
los hermanos Wiener descubrimos casi de inmediato, que la mujer que era nuestra
madre y confidente, era mucho más conversadora de lo que pensábamos, cuando la
teníamos por tímida y recatada; que era también una lectora empedernida que se
encerraba a devorar libros de la mejor literatura, de lo que tampoco habíamos
tomado nota; y, lo mejor de todo, que siempre estaba al día con las noticias y
podía opinar sobre lo que estaba sucediendo. Le diagnosticaron la diabetes
cuando estaba sobre los 36 años, y yo tenía 13 años. Mi padre, fiel a sí mismo,
me habló como si súbitamente tuviera que volverme adulto, para advertirme que
si algo le pasaba a mi mamá, él no sobreviviría. Claro que me espanté de la
perspectiva. Pero doña Elena iba a vivir cuatro décadas desde esa revelación y
en 1984 enterraría a don Carlos, también en su estilo, sin derramar una gota de
lágrima. Tuvimos que esperar hasta la navidad de ese mismo año para verla
reventar de dolor en su nueva condición, cuando ya tenía nueve meses de viuda.
A mediados de los 90, se aceleró la perdida de visión que la venía
afectando desde hacía años. Y ahí empezó su última gran lucha. Quería volver a
ver, a leer, mirar el rostro de sus nietas y de su nieto. Y por más que
tratamos de convencerla de que tenía que adecuarse a su nueva situación, nunca
se resignó a ser una ciega. Ella que había sido fuerte con todas las
debilidades físicas y emocionales que la rodeaban, no quiso reorganizar su vida
a las prohibiciones de la enfermedad. Fue sometida a sucesivas operaciones que
se hacían con la esperanza de recuperar uno de los ojos afectados y de darle un
poco de visión. Todas fallaron. No llevé
la cuenta pero me parece que fueron un montón. Creo que estos fracasos la
deprimieron más de lo que estaba. Hacia el final, le había entrado una curiosa
rebeldía hacia su destino. Cuando podía se comía un dulce que rompía su dieta y
decía que si no podía ver por lo menos lo que haría era comer.
Sus últimos días fueron una extraña batalla por lograr que la
internaran en el Hospital Rebagliati para que la trataran de una extraordinaria
subida de la glucosa. Estaba estacionada varios días en una sala se emergencia
atestada de pacientes que esperaban su propio internamiento en el enorme
hospital desbordado para responder a la demanda. Hacíamos guardia día y noche,
siguiendo su estado de salud. El día 6 de agosto estuve haciendo gestiones
hasta que logramos los contactos necesarios para su hospitalización. Encargaron
a un funcionario para que hiciera los trámites. Cuando llegó a su cama, hacía
muy pocos minutos que había tenido un ataque al corazón.
Llamaron a mi hermano menor
que estaba haciendo la guardia para darle la noticia, el que se comunicó
conmigo pidiéndome simplemente que fuera al Hospital. La segunda llamada fue
del encargado de la hospitalización que me habló como si yo ya supiera lo que
había pasado: cuánto lo siento que mis gestiones hayan resultado tan tardías.
Esa fue la manera como me enteré que ya nunca más le podría contar mis
problemas.
11.05.14
1 comentario:
El Día de las madres se celebra en diferentes fechas en todos los países del mundo. Hoy en nuestro país.
Me alegra leer que don Raúl fue el hijo de un matrimonio feliz, que tuvo padres amorosos ejemplares.
Muy bueno, Raúl.
Ambrosio
Publicar un comentario