Hace poco más de un año de la caída del gabinete Lerner y de la cancelación de las últimas esperanzas de que el gobierno de Ollanta Humala continuara siendo lo que decían algunos amigos: un espacio político en disputa. La verdad era que nadie supo nunca explicar bien porque se convirtió en algo así, por unos meses, si hasta el 5 de junio del 2011 el nacionalismo era un aparente espacio de inteligencia entre el candidato, luego presidente, y sus más cercanos colaboradores. ¿Quién había metido a la tecnocracia, claramente a la extrema derecha del proyecto original, dentro de una disputa en la que empezó a ganar terreno?, ¿cómo es que había un simpatizante del fujimorismo en el ministerio del Interior que luego se haría primer ministro?
Estas preguntas van, seguramente, a permanecer flotando sobre el ambiente político por un largo tiempo. Pero lo que es evidente es que las excusas oficiales que se usaron en los primeros meses ya no resisten el menor análisis:
(a) que fue el producto de las nuevas alianzas de la segunda vuelta que se expresaba en la hoja de ruta, lo que es enteramente falso porque este no es un gobierno de alianza y el toledismo cayó del gabinete junto con la izquierda, quedando en una posición ambigua de apoyar y no apoyar, muy típica de Alejandro Toledo, y que nadie entiende en definitiva;
(b) que no se podía gobernar para el 31% de la primera vuelta y por eso hubo que cambiar la “Gran Transformación” por el “crecimiento con inclusión”, que equivalía a mantener el modelo vigente reduciendo el “cambio” a una mayor ayuda social para los pobres, lo que es otra falsedad porque la victoria de segunda vuelta fortaleció la polarización cambio-conservadorismo y fue un claro mandato en pro de una nueva mayoría política en el país, que no se respetó.
La evidencia de cómo se construyó una hegemonía tecnocrática, con ministros y funcionarios que votaron naranja y luego se sintieron todopoderosos con Ollanta Humala está por todas partes y no reflejan el proceso de un cambio ideológico o de un nuevo sistema de compromisos, sino las consecuencias de la primera concesión que el presidente electo le hizo al sistema al poner a Castilla y Velarde en los puestos claves de la economía. Ahí probablemente Humala no sabía adónde iba y por eso insistió tanto en que Salomón Lerner se hiciera de un premierato que ya no le interesaba.
En diciembre de 2011, Humala tampoco parecía demasiado claro de si recurriendo a un cachacote represor lograba el ajuste exacto con los tecnócratas cuyo número había crecido con el cambio de gabinete, y nuevamente dio toda la impresión de haber improvisado una fórmula al ponerle el fajín del primer ministro a Juan Jiménez Mayor que carece de toda noción de por qué esta en ese puesto, salvo para dar explicaciones en nombre del gobierno que el presidente puede luego desconocer como en el caso Villena.
La sucesión Lerner hacia Valdés fue brutal, por la intención de poner al centro la dureza policial sobre el diálogo político. Pero antes ya había sido de vértigo la entrega de la economía. Si todo eso reflejaba una disputa, ella ocurría en el interior del candidato que se convirtió en presidente y que a pesar de haber expresado por años una idea de lo que había que hacer con nuestro país, las abandonó al llegar a Palacio, tal vez porque pensó que no sería capaz de conducir al país con ellas, y prefirió que lo condujeran los poderes que siempre manejaron el Estado.
13.12.12
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