domingo, mayo 27, 2012

Sismología y pobretología

En enero del 2010, viajé a Santiago de Chile para cubrir asuntos de la segunda vuelta de la campaña electoral en ese país y descubrí, de pronto, que los medios daban más importancia que a la propia coyuntura política a las noticias que llegaban de la tremenda hecatombe producida por el terremoto en Haití, con un costo en vidas arriba de las 300 mil personas y más de un millón y medio de damnificados. El sismo había alcanzado una magnitud de 7.3 grados, inferior al que sufrimos en Pisco e Ica en el 2007, y muy por debajo del que afectaría al mismo Chile unos meses después, en el período de la transición de gobierno entre Bachelet y Piñera, que está indicado como uno de los más intensos del mundo, pero que tuvo un saldo muy inferior en víctimas, calculándose en poco más de 600 muertos.

Obviamente los haitianos que murieron en masa en las horas terribles en que se movió la tierra no cayeron solamente por el llamado “castigo de la naturaleza”. Bastaba echar una mirada al paisaje de la tragedia para darse cuenta que lo que había ocurrido era más que otra cosa un “castigo al pobreza”. La isla caribeña, antiguo territorio de esclavos, la más pobre de todas las naciones del continente había sido abatida por su terrible vulnerabilidad a cualquier impacto externo, derivada de las condiciones precarias de subsistencia. La capital Puerto Príncipe, se había caído casi totalmente y numerosas ciudades intermedias y pueblos pequeños estaban destrozados, y las vistas que yo seguía desde Santiago mostraban las pilas de cadáveres en las calles y la lucha por enterrarlos como sea, para no agregar a la destrucción alguna epidemia que multiplicara la mortandad.

Casi instantáneamente venían a mi cabeza las imágenes de Pisco y sus cientos de cadáveres que estuvieron varios días en exhibición sobre las veredas de la plaza principal, y pensaba en la negación inicial de Alan García de que hubiera ocurrido un desastre (que sí se había producido), los rimbombantes anuncios posteriores sobre el nuevo Pisco moderno y privatizado (que nunca hubo, p0ero sirvió a los planes de privatización), y los miles de pobres que luego de cubrir de tierra a los suyos quedaron ubicados en carpas y viviendas precarias porque el Estado no tenía idea de cómo resolver el problema. Y hasta hoy, como en Haití. Como si se pudiera dejar poco a poco atrás el sacudón y lo brutal de sus consecuencias pero nunca el estigma profundo de ser pobres.

El 80% de los haitianos son pobres. En el Perú se oscila cerca del 40%, con debates estadísticos que promueven los gobiernos, en Pisco los pobres deben pasar el 50% a pesar de todo el éxito agroexportador de los últimos veinte años, y en la sierra y selva hay provincias y distritos realmente haitianos. En Lima mismo, las estadísticas engañan porque de lo 9 millones un poco más de tres son pobres y viven en la precariedad y el riesgo, lo que significa el grupo más grande población desprotegida de todo el país. Cuando los sismógrafos hacen sus cuentas matemáticas y calculan entre cien mil y 300 mil víctimas de un terremoto 8.5 (más o menos como el de Japón), están pensando en la gran ciudad y sus cinturones de pobreza.

Es como si se estuviera diciendo que en los tugurios que crujen en el centro de la ciudad y en sus distritos tradicionales, así como en los cerros resbaladizos donde creció la pobreza hay un peligro de colapso masivo que sólo sirve para hacer una macabra noticia, porque no hay gobierno para el que enfrentar esta situación sea una prioridad. Haití esperó 200 años para que, como decía el poeta, le cayera de una sola vez toda la rabia de Dios y la convirtiera en mucho más pobre de lo que era y más dependiente de la presencia internacional. Dicen que el Perú está esperando más de 300 años desde el terremoto que consagró al Señor de los Milagros y el tsunami que sumergió al Callao.

Y si lo que nos quieren decir es que este tipo de golpes de la naturaleza se repiten algún día, no sólo habrá que concluir que estamos poco preparados y nos tomamos escasamente en serio los simulacros y las advertencias, sino que hay un gran sector de la población para el que ninguna prevención o ensayo previo, los cubrirá de la trampa que es dormir en una casa rajada, bajo paredes de material reblandecido o en zonas de inminente derrumbe. Esa es la pobreza que mata, a la que el programa Juntos o Pensión 65 no van a cambiarle el destino.

¿Por qué la naturaleza se ensaña con los que llevaron siempre la peor parte de la vida, porque hace más pobres a los pobres? No sólo con los terremotos o los tsunamis, sino con las inundaciones, las sequías, los friajes o las olas de calor, los ómnibus que se caen, los incendios en zonas comerciales, etc. No es que la madre de todos nosotros quiera castigar a los más castigados, sino que el orden en que vivimos consiste en que unos pierden en todos los campos y otros ganan en todos o en casi todos.

Pero cuando surge la “pobretología”, esa ciencia de los que se llenan la boca de inclusión y que creen haber descubierto que el sistema está bien pero “le falta un poco más de preocupación por los pobres”, a ninguno de sus ideólogos se le ocurre que lo que hay que corregir es lo estructural, dentro de ello la condena de vivir donde se puede y como se puede. Por tanto la “inclusión” podrá componerse de cada vez más programas que anuncian preocupación más o menos sincera por los pobres. Pero cualquiera de estos días un frenazo económico puede dejar todas esas estrategias sin recursos y no habremos avanzado nada. O peor aún, la naturaleza cobrarnos el olvido y el daño que hacemos de ella, y probarnos que lo que se necesita es transformar la realidad, generar equidad y justicia, lograr estándares razonables de vida para todos. No vaya a ser que halla que esperar el próximo terremoto para que nos demos cuenta que en estos puntos estamos yendo para atrás.

27.05.12
www.rwiener.blogspot.com

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