Empezó la relativización de la corrupción militar de los 90.
Si para justificar el nombramiento como ministro de Estado de uno de los firmantes del degradante documento del 13 de marzo de 1999, se va a decir ahora que todo el alto mando militar y policial hizo lo mismo por cuidar su puesto, y que si condenamos a todos nos quedamos sin generales, ¿en qué quedará la historia del gesto de Locumba dirigido exactamente a marcar a fuego a los oficiales que cedieron a la mafia del poder y se sometieron a ella?
Pero peor es la explicación del mediático almirante Montoya, que sabe tanto de asuntos militares que lo entrevistan dos o tres veces por semana, pero que en la época de Montesinos andaba tan distraído como muchos otros con muchas estrellas y galones, y que a pesar de ello confundieron una declaración política con una lista de asistencia. Las imágenes que hay sobre dicha ceremonia son elocuentes sobre esta supuesta “confusión” con decenas de uniformados haciendo cola frente a unas mesas para poner su nombre.
¿Y qué dice a su favor el general Wilber Calle? Bueno, que él no firmó un “acta de sujeción”, y que lo rebusquen. Y es que obviamente el documento no se llamaba así, y si le clavaron esa chapa (usada muchas veces por Ollanta) era por analogía con las cartas que se descubrieron de la militancia senderista hacia Abimael Guzmán. Pero que era sujeción, lo era. No sólo porque se lo exigían Montesinos y Fujimori, sino porque su contenido los amarraba institucionalmente a sostener los peores actos del poder de los 90 y los comprometía a defenderlos.
Por ejemplo, muchos que no eran oficiales superiores en 1992, tuvieron que declarar con su firma que el golpe de Estado del 5 de abril de 1992 había sido “un acto consciente y serenamente meditado… expresión de la voluntad institucional unánime”. Es decir se comprometían con lo que no habían hecho, en un intento por cerrar toda posibilidad de discrepancia sobre el asunto. Al lado de eso además se comprometía a las instituciones militares y a la Policía a defender y proteger a sus miembros “en el caso de que se pretendiera responsabilizarlos individualmente por el apoyo institucional otorgado a la decisión del 5 de abril de 1992, lo cual se consideraría como una ofensa contra las instituciones tutelares”. Es decir, prácticamente, un segundo golpe de Estado.
Luego venía el rechazo a los oficiales en retiro que cuestionaban la manipulación y degradación de las instituciones, declarándolos infraternos y desleales; la exaltación de la amnistía montesinista de 1995, que eliminaba la responsabilidad de los militares y policías que habían intervenido en acciones de guerra sucia y violaciones de derechos humanos, incluido por cierto el Grupo Colina; y se cerraba con un pacto “sin límite de tiempo”, para defender, proteger y solidarizarse con los que pudieran ser encausados “por su participación en la lucha contra el terrorismo” .
Se puede concluir que no era una lista de asistencia, ni un documento anodino, o algo que se pueda olvidar, sobre todo en el gobierno de quién dijo que lucharía por regenerar a las instituciones militares. Pero ahí estamos. Ya la sujeción no es la de antes. Ni la gran transformación lo que parecía. El fujimorismo perdió las elecciones, pero sigue ganando batallas.
18.05.12
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