Llega al Perú el presidente del gobierno
español, Mariano Rajoy, que de alguna manera se está tomando un aire de las
fuertes presiones a la que está sometido en su país, y lo que encuentra en el Perú
es un regalo inesperado (o tal vez era esperado y no lo sabemos): la
aparentemente interminable negociación entre la Telefónica y el ministerio de
Transportes y Comunicaciones ha concluido y ahora hay nuevo contrato y 19 años
más de la empresa más discutida del proceso de privatización de los 90.
De inmediato se ha abierto un debate
nacional sobre el tema que no pudo desarrollarse antes por el carácter secreto
con que se llevó adelante la negociación, como si para alguien hubiera sido
importante evitar que las posiciones que tienen los peruanos sobre este punto
fueran escuchadas. Al principio, sin embargo, parecía que la cosa se venía
realmente dura cuando el presidente Humala dijo que no concebía que una empresa
que se resistía a pagar sus impuestos y había judicializado su deuda tributaria,
creyera que se podía renovar el contrato sin cumplir antes con sus
obligaciones.
Pero de eso ya hace mucho tiempo y Humala,
que alguna vez se burlaba de las cuerdas separadas, admitió un trato
diferenciado de estos dos asuntos: tributario y contractual, y puso al ministro Paredes en la ruta de la
renovación a la que debía arrancarle algunas novedades para volver a exhibir
cómo es eso de que el gobierno negocia sin patear el tablero. En Ecuador, el
mismo tema de los nuevos contratos de telefonía supuso que las empresas
hicieran un desembolso a favor del Estado por el uso del espectro de
comunicaciones y si no estaban de acuerdo se acababa el compromiso y se llamaba
a otros interesados.
En el Perú no hemos conseguido un solo
centavo, como si un bien escaso como son las ondas radioeléctricas no valiera nada y se otorgara como gracia al
concesionario. Tampoco por supuesto se ha logrado una mejora de la tarifa
considerada una de las más altas de la región, ni obligaciones en relación al
servicio. Toda la negociación parece que ha estado centrada en conseguir que la
empresa colabore con los programas sociales para pobres en que anda metido este
gobierno y que se presume que tienen una cobertura total de un millón de
beneficiarios. Es así que al final de la negociación, la “más dura” exigencia
es que las tarifas para estas personas serán la mitad de lo que paga el resto,
sin que se sepa aún cómo le empresa generará un mecanismo compensatorio para
cobrarse de los otros usuarios la menor ganancia por lo que vendría a ser más o
menos un 10% de todo su mercado.
Lo esencial de esta supuestamente difícil negociación
es que no había instrumentos de poder puestos en la mesa por el gobierno, por
ejemplo la posibilidad de no renovación del contrato, o la eventualidad de una
licitación abierta para comparar diversas ofertas. A la vieja manera, el ahora
diluido nacionalista Ollanta Humala, colocó todo el énfasis en que la
Telefónica se quede. Si el otro sabe que esa es la política, va a alargar, como
lo hizo, la negociación cuánto sea necesario para que las pretensiones del
Estado queden dentro de los límites que le sean más convenientes. Por eso es
que quizás por un poco de vergüenza nos quieren vender que algunas pequeñas
concesiones son una gran victoria sobre una empresa intransigente. Compárense
los contratos peruanos con los de países vecinos para saber cómo entiende cada
quién esto de la soberanía.
24.01.13
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