El fujimorismo nunca fue un partido, en el sentido que expresara algún proyecto por el cual agruparse con ellos, alguna ideología que los diferenciase del resto, alguna organización permanente a la que sus seguidores tuvieran como referencia. El fujimorismo nunca fue eso y ni siquiera entendió qué cosa era ello. Más bien tipificó al partidismo en general (no a determinados partidos), como la verdadera lacra del país y alentó a la sociedad a desconfiar a los que se organizan para la política, como si se tratara de conspiradores contra el resto.
Para Fujimori, el partido era sólo un requisito de participación electoral y nada más. Esto se puede comprobar en la multitud de “partidos”, creados por el dictador y sus seguidores, uno para cada elección. Nadie sabrá jamás que separaba Cambio 90 de Nueva Mayoría, o de Vamos Vecinos, Perú al 2000, Sí cumple, Alianza para el Futuro, Fuerza 2011, salvo que el detalle del cambio de nombre venía acompañado de nuevos dirigentes y relaciones cambiadas entre ellos. El único que no se movía era el jefe y ahora su primogénita.
En esa perspectiva, el fujimorismo o los partidos formados por Fujimori, son meros vehículos para llevar al poder al jefe de banda. Aún hoy que la candidata es la hija, lo que se está jugando es la recuperación de un lugar para Alberto Fujimori en la vida política nacional. Entre 1990 y 2000, sin embargo, el presidente que se hizo elegir con la variedad de nombres que hemos recordado, jamás tomó en cuenta a la gente detrás de los membretes salvo como masa de beneficiarios de los programas sociales o como individuos para determinados cargos.
Más allá de eso Fujimori gobernó como si el Estado se hubiese encarnado en él, y su régimen no fuera el de un sector político elegido en elecciones, sino el de un salvador que se alía con los militares, la tecnocracia, los grandes empresarios, la inversión extranjera, como un comité de emergencia para afrontar una situación excepcional. Es cierto que en 1990 el Perú estaba hundido en la hiperinflación heredada de García y la parálisis productiva; en la violencia subversiva y la contraviolencia estatal; en el desorden y la desconfianza política.
El fujimorismo es por eso un régimen de excepción, que se explica por el fracaso de los administradores normales del sistema, que hace girar a una parte del país hacia una nueva opción aunque está sea una incógnita. Fujimori gana con el voto del pueblo, pero amarra a sus espaldas con los militares y el FMI. Así la excepción no sólo justifica la traición a las promesas electorales (no shock), sino que se convierte en un justificativo para una trasgresión constante y cada vez más brutal hasta llegar al golpe del 5 de abril de 1992.
En el 2011, el fujimorismo ha regresado con ropaje “democrático” que le reconocen especialmente los ex demócratas que lo reemplazaron luego de su huida del 2000. Pero aunque parezca un competidor más, no lo es: no es un neoliberal cualquiera o un autoritarismo silvestre. Es la reconstrucción del modelo de Estado de los 90, con su centro en el dictador. Y otra vez con el pretexto de la excepción, que en este caso se resume en Ollanta y el despertar social que quiere colocarlo en el gobierno.
Otra vez, para conjurar sus miedos la clase dominante se entrega al dictador probado que sabe que no se detendrá en las formas. Y culpará sin asco al pueblo de tener que votar por este “mal menor” que tanto le gusta.
29.05.11
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