“El cambio más significativo de la política de drogas, a dos años y medio de la administración Obama, empezó en marzo de 2009, en Afganistán. Comenzó con las declaraciones del entonces enviado especial, quién señaló que la campaña de erradicación de la adormidera en ese país como “el programa más infructuoso e ineficaz que he visto en cuarenta años”, y agregó que "era contraproducente, generaba apoyo político para los talibanes y minaba las iniciativas de construcción nacional”. Y un mes después en una cumbre de los países del G-8, agregó: “El agricultor de dormidera no es nuestro enemigo, lo es el talibán, y la destrucción de los cultivos no es una política eficaz. Estados Unidos ha malgastado cientos y cientos de millones de dólares en este programa y eso se va a acabar. No vamos a apoyar la erradicación de los cultivos”. Ese mismo año el gobierno estadounidense dejó de financiar la erradicación forzosa de plantas de adormidera en Afganistán y canalizó los recursos hacia la interceptación y el desarrollo económico”(“La política de drogas en los Andes. Socorro Ramírez y Coletta Youngers. Publicación del Centro Carter e IDEA Internacional, año 2011)
Leyendo este párrafo ha estado pensando cuántos años, cuánta violencia y qué número de fracasos mediarán para que un día llegue al Perú, a Bolivia o a Colombia un enviado especial de Washington que constate lo que sabemos todos: “(que) el programa más infructuoso e ineficaz que (se ha)… visto en cuarenta años” es el de la erradicación de cocales, que cuesta cientos de cientos de millones de dólares sin ningún resultado porque todas las variables que miden el crecimiento del narcotráfico van en ascenso. Ocurrirá sin duda alguna, pero es seguro que todos los héroes de la erradicación los que se han batido para centrar la lucha en los pequeños cocaleros y los que tienen presos a más de 70 de ellos a partir del “Plan Eclipse” que ahora quieren presentar como la clave para dar con “Artemio”, van a pasarse a la nueva política del norte, cualquiera ella sea, como si no hubieran tenido que ver con la irracionalidad existente hasta hoy.
En Afganistán, las necesidades de la guerra obligaron a separar al agricultor del combatiente armado, cosa que también tuvieron que hacer los militares en el Huallaga durante los años 80 y 90. Pero luego abandonaron el concepto cuando sintieron que la violencia política había dejado de ser un riesgo. Y siguieron en la guerra ciega de las erradicaciones que ha alimentado distintos tipos de nueva violencia en los territorios de la coca. El gobierno de Ollanta Humala se insinuaba como una oportunidad para un diálogo y una salida concertada al entrampamiento. Pero los intereses de Estados Unidos que son los del estatus quo se impusieron finalmente y estamos en la misma ruta de andes.
Finalmente hay algo muy claro: aún para un pragmático declarado, los resultados de la erradicación infructuosa deberían ser un motivo para iniciar un giro profundo hacia alguna política que genere impactos en la reducción del tráfico y el consumo de estupefacientes. No es un buen pragmático el que insiste en lo que no funciona. Salvo que su preocupación no sea esa, sino estar detrás de lo que dice el poderoso, sea lo que sea que diga. Lo que también es pragmatismo.
10.03.12
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