En el año 1969, recibí una misión inesperada: ser el
contacto con el dirigente político Ricardo Gadea que se encontraba en prisión
como uno de los sobrevivientes de la guerrilla del MIR que había actuado en
diversas partes del país cuatro años antes. Yo debía llevarle temas en consulta
y él podía enviar sus respuesta a través mío. Estaba a punto de cumplir 20 años
y era, según lo veía, la responsabilidad más alta que me habían asignado en mi
corta carrera política.
Ricardo me recibió en el penal de Lurigancho en la visita de
los domingos por la tarde, en un amplio patio en el que se organizaban una
multitud de pequeños grupos en torno a cada uno de los visitados, y cuando me
vio actuó como si ya me conociera y estuviera retomando el hilo de alguna
conversación interrumpida. En las muchas semanas en que lo fui a ver, su
actitud fue siempre la misma: cordial, impávido, como si la prisión no le
hiciera efecto, y empeñado por saber lo que pasaba afuera. De una semana a otra
escribía cartas, documentos y hasta se hacía entrevistas que me las entregaba
para ver cómo las publicábamos.
Me hice tanto a la costumbre de llevar y traer mensajes
entre la cárcel y el partido que cuando recibí la noticia que el gobierno de
Velasco había aprobado una amnistía e indulto para los inculpados, acusados y
sentenciados por delitos políticos y sociales, sentí una cierta nostalgia por
la rutina que empezaba a dejar atrás. Una vez fuera conocí otras
características de Ricardo: era un excelente escritor, en medio de una fauna de
izquierda a la que no le interesaba la forma, la capacidad de comunicación de
los textos y la emotividad que podía desatar en los que los leyeran. Era un
periodista metido a la política, como había pocos. Pero lo eran.
Por otro lado, nunca destacó como orador. Lo que era raro,
para alguien que sabía expresarse a través de la escritura. Tuve oportunidad de
verlo en el acto de recibimiento a los recién liberados a comienzos de 1971,
cuando muchos esperaban ver nacer al nuevo líder que le faltaba a la izquierda.
Finalmente, me percaté que cinco años preso no le habían hecho mella, como si
se veía en otros. Años después sufriría una nueva prisión, en tiempos en que
todos éramos sospechosos, y estuvo a punto de quedarse encerrado por mucho
tiempo. Pero nunca se le vio quebrado o abatido. Hoy Ricardo debe estar sobre
los 70 años y está entero, perfectamente lúcido y atento a lo que pasa, aunque
su presencia en la política sea mucho menor de la de hace cuarenta años.
Cuando lo veo recuerdo que algunos de los momentos en los
que decidí lo que sería para el resto de mi vida, se inspiraron en este personaje
que a primera vista podría pasar por un sereno hombre de oficina.
Otro Ricardo
Era el final del inolvidable año 1975 y estábamos en la puerta
de las llegadas internacionales del aeropuerto Jorge Chávez, que en esa época
se abría hacia la parte exterior, sobre la vereda de la playa de
estacionamiento, donde a nadie se le había ocurrido todavía colocar un inmenso
hotel como hay ahora. Esperábamos la llegada de los deportados que regresaban
al país después de la amnistía de Morales Bermúdez tras el golpe contra
Velasco.
De pronto los dos pliegues de la puerta corrediza se deslizaron
hacia los costados y apareció con los brazos abiertos, en son de triunfo, con
los cabellos totalmente blancos que eran su característica desde muy joven, el
dirigente de izquierda Ricardo Napurí que desde 1973 figuraba en la lista de
los deportados del gobierno militar y al que varios de lo que estábamos celebrando
su llegada habíamos visto los días anteriores, en reuniones a las que asistía
con pelucas de diversos colores y vestimentas que pretendían confundir a
hipotéticos perseguidores.
¿Cómo hizo para “llegar” como si se tratara de uno más de
los que venían de fuera? Nunca lo supe. Pero el estilo de este Ricardo, a
diferencia del otro, tenía mucho que ver con la exuberancia. Ese día nos
impresionó en su teatralidad al fingir un retorno que ya se había producido
meses atrás. No se necesitaba, sin embargo, de eventos tan públicos. Bastaba
una reunión de militantes para saber que el momento más emocionante iba a ser
cuando Napurí empezara a hablar y nos bombardeara de palabras, haciendo ver
como no estábamos olvidando del contexto internacional, de las diferencias que
existen entre sectores de la clase dominante que no tomábamos en cuenta, y de
las intrigas políticas que atravesaban la izquierda y los grandes sindicatos,
donde el PC era siempre el malo de la película.
Era un orador hecho para la improvisación, con una agilidad
mental extraordinaria, que mantiene cuando ya frisa los 90 años. Todos los que
hablan con él, y yo mismo, que lo vi en noviembre, en un viaje a Buenos Aires,
quedamos sorprendidos de la manera como explica la política argentina y la
lucha entre los partidos, y lo atento que anda siempre a lo que pasa en el
Perú. La frase que siempre sigue a un encuentro con Ricardo se resume más o
menos en es increíble, como puede haber conservado tanta fuerza
intelectual.
Ricardo tenía, y tiene, además, un aspecto singular que se
vincula con el afecto. El detalle sobre lo que sucede con el compañero. Ahí se
le suspende la grandilocuencia y aparece el hombre noble y cercano. Y uno se
pregunta, cómo es que este tipo inteligente y generoso ha estado rodeado de
tantas controversias y pasiones. La respuesta debe hallarse en la naturaleza de
la política de izquierda, en la que los desacuerdos se extremaban y todo se
tendía a interpretar como una conspiración política. Precisamente de Ricardo
Napurí, recuerdo una pregunta que me hizo cuando estaba recopilando información
para su libro sobre la izquierda:
-
¿Dime Raúl, recuerdas tu porque te echamos del
partido?
Y yo me reí con todas las ganas. Porque un hombre que tiene
una de las memorias que más admiro, había perdido en el tiempo lo que nos
separó en otra época. Y eso era así porque nunca dejamos de respetarnos el uno
al otro.
El tercer Ricardo
A Ricardo Letts me une una relación que se acerca a lo
familiar. Lo siento como un hermano mayor del que no tuve nunca dificultad de
pedir un consejo o revelarle algún problema. Pero como en los dos casos
anteriores, mi amistad se construyó sobre el terreno de la política, de los
años entregados en la loca idea de cambiar al mundo y hacer del Perú un país
más justo y democrático de lo que ha podido ser hasta ahora. Con Ricardo, sin
embargo nos atrevimos a ir más lejos de donde llega el resto. Entre el año 2000
y 2001, fuimos capaces de poner en marcha una asamblea callejera en el centro
de la Plaza San Martín que funcionaba todas las semanas y en la que
explicábamos nuestra posición en una etapa decisiva de la política peruana (fin
del gobierno de Fujimori, transición de Paniagua Toledo).
Al principio tenía terror de hablar antes unas 200 o 300
personas, la mayoría desconocidos que se justaban para oírnos y a veces ofrecer
su propia opinión. Pero luego adquirí cancha. Yo hablaba y luego me seguía
Ricardo. Lo más difícil era cuando él no podía estar presente y tenía que
sustituirlo. Esa Asamblea, resumía al Ricardo que conocí como hombre de acción.
Al personaje que ocupaba casi sólo la Plaza Dos de Mayo con las banderas de la
Asamblea Nacional Popular (ANP) de la que era presidente, durante los paros
sindicales contra Alan García, y al que observaba de lejos desde uno de los balcones
de la Confederación Campesina. O al que sacudió al Congreso cuando inscribió en
las paredes del hemiciclo de la Cámara de Diputados, el primer artículo de la
Constitución de 1979: “La persona humana es el fin supremo de la
sociedad y del Estado. Todos tienen la obligación de respetarla y protegerla”,
que era el mensaje suficiente para denunciar la sucia alianza entre Fujimori y
García, para salvar a este último en el asunto de los penales.
Hace algunas semanas, un Ricardo Letts, afectado
por una enfermedad neurológica que lo limita haciéndole cada vez más difícil
valerse de su capacidad motora fue homenajeado en dos eventos sucesivos, con
una alta asistencia y un sentimiento de profunda solidaridad y reconocimiento.
A él, le es cada vez más difícil hablar con la velocidad que le dicta su mente,
que está entera e invencible. Pero igual, tomo el liderazgo de su propio
homenaje y nos dio una nueva lección de lo que es capaz.
A este Ricardo, como a los otros dos les debo
buena parte de lo que soy. Por una extraña coincidencia tiene el mismo nombre y
pertenecen a tres etapas de una larga vida política. A ellos le agradezco
haberme tenido paciencia y aceptarme en el camino de la vida. A ustedes amigos
lectores, les ruego disculpar este tono intimista. No tenía otra manera de
contar esta parte de mi historia personal.
06.07.14
5 comentarios:
Nada de “anónimo”, soy Ambrosio.
En el tercer San Ricardo don Raúl nos regala lo que él piensa de su labor de toda su vida, diciendo que fueron “años entregados en la loca idea de cambiar al mundo y hacer del Perú un país más justo y democrático de lo que ha podido ser hasta ahora”.
Como nos tiene acostumbrados se guarda el detalle, fundamental desde todo punto de vista, decirnos en qué consiste “cambiar el mundo”. No se pregunta si “el mundo” desea ser cambiando, o si “el mundo” los autoriza a ellos a "cambiarlos". Aquí es el don Raúl narciso de siempre: sólo él (y el resto de los santos progres a los que venera) tiene la razón, sabe dónde queda el paraíso, el resto de la humanidad debemos aceptar las “verdades reveladas” que salen de sus bocas.
La segunda parte, aquella que revela el aparente objetivo de su vida, don Raúl indica que trabajó para “hacer del Perú un país más justo y democrático de lo que ha podido ser hasta ahora”. ¿”Justicia” y “democracia” objetivos de marxistas leninistas científicos? No me lo parece. ¿Cuándo los marxistas leninistas científicos han logrado sociedad “justas y democráticas” las veces que han llegado al poder, generalmente con golpes de estado? En la Unión Soviética, Cuba, China de Mao, y hoy en Venezuela, sus regímenes son lo contrario de justicia y democracia. Lo que si saben los amigos de don Raúl es ser totalitarios, meter presos a los que se les opone, fusilarlos, suprimir las libertades, mentir en los medios, hacer puré la economía, y poner el país al servicio de una nueva (mínima) neooligarquía comunista monárquica.
En el programa de hoy del canal del judio donde el ventrilocuo troll alditus u odle o ambrosio tiene voz con la "sutileza que lo caracteriza" callo al mudo una vez mas, ni siquiera oso en mencionarlo por que sera, solo hablaron paporretadas y media el que le lleva hasta ahora el maletin al ex pp y el cachapuri del inefable de los seguros, dizuqe presidente del ppc.
O sea eres antijudío, equivocado, resentido, además de televidente.
Los que etamos en la brega como Raúl sin ningún tipo de claudicación valoramos los mayores esfuerzos desplegdos por los tres Ricardos sólo por querer lograr una socieda justa y democrática que nunca perdonarán los de la DBA con suprensa concentrada.
JUAN CRONIQUEUR
Juanito el claudicante al totalirismo; repitodo como una vitrola de consignas acartonadas.
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