¿Será verdad que los profesores peruanos son tan, pero tan burros, que merecen un tratamiento de guerra, con visos de yo sólo salvo solo a los que puedan caber en el helicóptero, como diagnostica el director de un diario limeño; concepto que autoriza además para que cada año el gobierno aprista invente un requisito más para mantenerse en una profesión pésimamente pagada, que en realidad es para poder echar fuera a los que han declarado “maestros sobrantes”?
Hace un tiempo, el Banco Mundial, el gran organizador de desastres económicos y sociales (proyectos de infraestructura fallidos, privatizaciones irracionales y corruptas, etc.), el orientador de programas de ajuste para el pago de la deuda que dispararon la pobreza en América Latina y otras partes del planeta, y el nuevo gurú de los sectores sociales (las llamadas reformas de “segunda generación” que los gobiernos acatan sumisamente), presentó los resultados de una investigación sobre el estado de la educación peruana, centrado en los rendimientos de profesores y alumnos a distintas pruebas.
La conclusión parecía aplastante: el Perú era último respecto a una larga lista de países: los niños no resolvían las cuatro operaciones aritméticas, los maestros no entendían lo que leían y eran jalados en razonamiento matemático. Estábamos botando la plata en educación sin ningún beneficio, por lo que según el siempre agudo Aldo M. mejor sería si cerrábamos los colegios del Estado hasta conseguirnos buenos profes. Obviamente alguien estaba manejando la ecuación: mala educación=gasto ineficiente; dejando de lado la previa: bajo gasto=mala educación.
Entre los años 80, 90 y 2000, la proporción del gasto educativo sobre el PBI y como parte del presupuesto nacional, cayó incontenible, con efectos sobre la oferta educativa (salones masificados), el deterioro de la infraestructura, la calidad de la preparación universitaria, la capacitación y actualización docente, los salarios y beneficios magisteriales, etc. La educación privada creció exponencialmente y la pública se convirtió en un fenómeno orientado a los muy pobres, pobres y casi pobres. ¿Y qué importancia podían tener todos estos, si el objetivo con ellos era mucho más bajo: ayudarlos a sobrevivir.
La educación cayó porque fue echada al abandono. Pero cuando se comprobaron las consecuencias, los políticos responsables de la catástrofe, y la prensa que miró hacia otra parte y se contentó con la frase “no hay recursos”, cuando los había para otras cosas, inventaron su culpable de ocasión: los propios maestros, amparados en un sindicato politizado que defiende a los poco preparados, contra la avalancha de sabios que pugnan por entrar a la profesión. Se ha llegado a decir estupideces como que Vargas Llosa podría estar enseñando en una escuela primaria si no se le pidiera título de maestro, y ahora se pretende que el título tampoco es válido si no se demuestra que uno concluyó sus estudios en el tercio superior.
El objetivo de quebrar el sindicato, sumado al de no incrementar el gasto educativo (desconociendo los compromisos del Acuerdo Nacional y el Proyecto Educativo Nacional), revestido de una seudo lucha contra la mediocridad, ha confundido a muchos, como antes pudo hacerlo la pena de muerte para acabar con la delincuencia, los empresarios exitosos para reconstruir Pisco, la sierra exportadora y otras improvisaciones geniales que no funcionan. Por supuesto que deberían ser más francos: ¿alguien cree que lo que el Banco Mundial está diciendo, lo que chilla el diario de los Agois, y lo que hacen García y Chang, está orientado a resolver la necesidad de una educación a la vez de calidad y de masas?, ¿a qué costo?, ¿dónde pondrían a los egresados?
No es mejor hacer también lo mismo que con los profesores: sólo los que puedan entrar en la nave. Los demás se quedan. Mala suerte.
17.02.08
www.rwiener.blogspot.com
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