En 1990, el Perú vivió un terremoto político. Con la mesa servida: (a) un candidato fuerte que era uno de los orgullos internacionales del país; (b) el APRA sobreviviendo a duras penas del llamado “peor gobierno de nuestra historia”; (c) la izquierda estúpidamente dividida; la derecha peruana perdió la elección que no se podía perder.
Como Fujimori no tenía ningún mérito propio, los derrotados hicieron un balance que decía que el problema había estado en algunas cualidades del candidato escritor que llevadas al campo de la política resultaban graves defectos: demasiado sincero (decir que iba a realizar un shock); demasiado principista (hacer ascos a la política tradicional); demasiado honesto (poner barreras a los que consideraba corruptos); etc.
Claro, una mayoría del fallido FREDEMO y del también errático Movimiento Libertad, sacó la conclusión de que había que hacer lo opuesto y sin ningún recato empezaron a emigrar hacia Fujimori a las pocas semanas de haber gritado golpe en las calles en el último desesperado intento por salvar sus esperanzas e inversiones en la opción de Vargas Llosa.
Fue entonces que el ex candidato trazó la línea y puso en un lado a los traidores, rechazando como explicación las cercanías de propuesta con el nuevo presidente, que se evidenciaron después de las elecciones. Además estaba la cuestión García, que para el escritor era el modelo opuesto al suyo: mentiroso, sin principios y corrupto, y que era el verdadero responsable de la victoria de Fujimori. Ese es el sentido del libro “El pez en el agua”, que en realidad debió llamarse “el pez que se quedó sin agua”.
Ciertamente, uno hubiera podido suponer que Mario Vargas Llosa hablaba en serio cuando afirmaba que se retiraba de la política y volvía a su papel de escritor, de donde nunca debió haber salido. Pero tan sincero no era. Como que hubiera creído que no volvería a asociarse con la política profesional y los partidos tradicionales, que fue uno de los errores que reconoció en su libro. Pero tan principista no terminó siendo. Y que no transigiría con alguien al que consideró corrupto por veinte años y para el que pidió la cárcel. Y esto es lo que acaba de hacer con García, demostrando que tan honesto tampoco era.
Hildebrandt tiene razón cuando establece la probable ecuación de la política peruana de los 2000, que cierra el agitado período político 80-90: primero, está el abrazo García-Fujimori, al que le ha seguido el de García-Vargas Llosa. Falta que otra vez estemos ante el peligro de un siniestro populismo para que el escritor admita la conveniencia de abrazarse con el odiado fujimorismo (que ya no sería tan odiado). Que en el camino se declare que se hace las cosas por el bien del país, con las narices tapadas, sin renunciar a principios (?), es intrascendente. Ya se vio en el patio de Palacio, cuán identificados pueden terminar estando los enemigos de hace veinte años. ¿Por qué no se aplicaría este mismo criterio al chino o sus descendientes si hay que “salvar a la democracia”?
Para los mortales comunes y corrientes esto sabe a politiquería, a que todos son iguales y a que nos han tomado el pelo escenificando peleas para concluir abrazándose, Y es verdad que nada hace más daño a la democracia, es decir a la confianza de la gente en instituciones, que hayan tan pocos políticos capaces de mantener una política coherente. Ni siquiera en el caso de escritores metidos a la política, que se asquean de sus métodos, pero los practican.
03.02.08
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