lunes, marzo 14, 2011

Vivimos en un sistema legal de origen golpista

Algunos creen que la discusión sobre la vigencia y legalidad de la Constitución del 93 es retórica y de poco interés para el pueblo, pero aunque no se vea a primera vista, la sustancia golpista de régimen político heredado de los 90, está presente hoy recortando las posibilidades de constituirnos en una sociedad realmente democrática.

El 5 de abril de 1992, el señor Alberto Fujimori, hasta ese día presidente Constitucional del Perú, leyó ante el país, usando la cadena de los canales de televisión, un breve discurso en el que comunicaba la decisión que había adoptado en acuerdo con los mandos militares y ratificada por el Consejo de Ministros: constituirse, por sí y ante sí, en un “gobierno de emergencia y reconstrucción nacional”, disolver el Congreso y concentrar en su persona las funciones legislativas, y reorganizar el Poder Judicial y una larga lista de instituciones estatales.

Mientras se realizaba este anuncio, las tropas tomaban los locales públicos y los medios de comunicación. El diario “El Peruano” imprimía a su vez la edición de las Normas Legales que contenía el Decreto Ley Nº 25418 que “instituía” el nuevo gobierno, que en su artículo 8, dejaba en suspenso la Constitución Política de 1979, en todo lo que se opusiera al mismo decreto ley.

Esto equivalía a decir que la Constitución no valía si entraba en contradicción con la voluntad del gobierno de “emergencia y reconstrucción”, es decir se imponía la dictadura que es el tipo de poder que no está limitado por las leyes. Paradójicamente al momento de firmar, Fujimori se definía como “presidente constitucional” y los ministros lo que acompañaban con su nombre lo hacían saltando desde su juramento por la Constitución a la de enterradores de su propia base legal.

La pretensión del golpe de Estado era según el mismo decreto inicial: “la reforma institucional del país orientada a lograr la auténtica democracia que eleve sustancialmente los niveles de vida de la población…” Bajo este concepto debíamos admitir que la democracia que existió anteriormente y bajo cuyas reglas se eligió a Fujimori no era auténtica y que no permitía el mejoramiento de los niveles de vida.

Más aún que el presidente que recibió el mandato de los electores, en el mismo acto en que se eligieron a los vicepresidentes, senadores y diputados, disolvía y destituía a los demás, otorgándose un poder que no le estaba conferido y poniendo en suspenso la Constitución en todo lo que pudiera limitarlo para hacer eso. En otras palabras sacaba del origen constitucional de la presidencia una atribución anticonstitucional de erigirse en dictador y salvador de la república.

El Colegio de Abogados, en pronunciamiento público realizado en respuesta inmediata a la usurpación y a la conformación de un gobierno de facto, recordó el contenido de los artículos 81, 82 y 307 de la Constitución de 1979, aplicables a la situación creada:

Artículo 81
El poder emana del pueblo. Quienes lo ejercen lo hacen es su representación y con las limitaciones y responsabilidades señaladas por la Constitución y la ley.
Ninguna persona, organización, fuerza armada o fuerza policial o sector del pueblo, puede arrogarse su ejercicio. Hacerlo es sedición.

Artículo 82
Nadie debe obediencia a un gobierno usurpador ni a quienes asuman funciones o empleos públicos en violación de los procedimientos que la Constitución y las leyes establecen.
Son nulos los actos de toda autoridad usurpada. El pueblo tiene derecho a insurgir en defen
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Artículo 307.­
Esta Constitución no pierde su vigencia ni deja de observarse por acto de fuerza o cuando fuere derogada por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone. En estas eventualidades todo ciudadano investido o no de autoridad tiene el deber de colaborar en el restablecimiento de su efectiva vigencia.
Son juzgados, según esta misma Constitución y las leyes expedidas en conformidad con ella, los que aparecen responsables de los hechos señalados en la primera parte del párrafo anterior.
Asimismo, los principales funcionarios de los gobiernos que se organicen subsecuentemente si no han contribuido a restablecer el imperio de esta Constitución.
El Congreso puede decretar, mediante acuerdo aprobado por la mayoría absoluta de sus miembros, la incautación de todo o de parte de los bienes de esas mismas personas y de quienes se hayan enriquecido al amparo de la usurpación para resarcir a la República de los perjuicios que se les haya causado.

El golpe del 5 de abril dio origen a una catarata de decretos leyes posteriores al 25418 que creó el gobierno de “emergencia y reconstrucción”. Algunas de las más notables de estas normas son el DL 25593, que deroga directamente las leyes existentes sobre Libertad Sindical, Negociación Colectiva, Derecho de Huelga, e instituye un llamado régimen de relaciones laborales para trabajadores de la actividad privada, que ha reducido al mínimo la capacidad de presión y negociación de los sindicatos frente a sus empleadores; el DL 25967, que impuso el tope a las pensión máxima mensual a pagar a los jubilados de la ley 19990, convirtiéndolas en las pensiones de hambre que hay hasta ahora; el DL 26093, que crea la causal de excedencia de los trabajadores públicos, por la cual se mandó al despido a alrededor de un millón de personas de la administración pública y la empresas del Estado.

¿Qué tenía que ver todo esto con una “auténtica democracia” o con la “elevación… del nivel de vida”? Absolutamente nada, como tampoco se relacionaba por ningún lado con la lucha contra el terrorismo la estabilización económica que son los pretextos favoritos para justificar la ruptura constitucional del 92. En realidad se impuso una cantidad impresionante de decisiones que representaban la victoria de los intereses de los grupos más poderosos de la sociedad en cuento a reducir a los sindicatos, cargar los costos de la crisis sobre los trabajadores y los jubilados, reducir el gasto público, etc., con el marco de la emergencia y la reconstrucción.

Constitución

Y sobre ello vino la Constitución de 1993 que aparentaba un camino de normalización pero que en realidad era el cierre de la contrarrevolución jurídica del 5 de abril. La diferencia formal entre la Constitución de 1979 y la de Fujimori son 101 artículos menos. Pero este ahorro contiene la desaparición de la estabilidad laboral, la protección de las tierras comunales, el reajuste periódico de la pensiones de acuerdo al costo de vida entre otros derechos.

Asimismo fortalece hasta el extremo la figura presidencial otorgándole la determinación de los ascensos militares y policiales en los grados de generales y almirantes; crea la figura de los decretos de urgencia con fuerza de ley; elimina el derecho público en materia de contratos, igualando los contratos privados con los que implican bienes y servicios del Estado; convierte al Estado en subsidiario de las inversiones privadas y le prohíbe crear empresas públicas; equipara los derechos de las empresas nacionales y extranjeras; etc.

Pero quizás lo más importante es que mientras la Constitución de 1979 era claramente anti golpista, lo que se traduce en el contenido del artículo 307 que hemos transcrito más arriba, en el que se señala que la vigencia se mantiene más allá del acto de fuerza, estableciendo las responsabilidades de las autoridades que perpetraron las violaciones y las subsecuentes que no contribuyeron al restablecimiento del orden constitucional; la del 93 guarda vergonzoso silencio al respecto, casi como si admitiera que si es derrocada como le ocurrió a su predecesora no habría sanciones futuras.

El punto es clave porque la conversión del artículo 307 en letra muerta por el gobierno de transición de Paniagua, y por los de Toledo y García que se pretenden constitucionales, pero de la Constitución del 93, plantea gravísimas interrogantes. De hecho lo que se ha probado en la primera década de los 2000 es que la sociedad peruana es demasiado débil, y sus políticos extremadamente cobardes y ladinos, como para atreverse a castigar la grotesca asociación entre un presidente civil y el poder militar para interrumpir el orden legal.

Lo que se dice que no se puede cumplir el precepto que sostiene que “son nulos los actos de toda autoridad usurpada” (art 82), nos están queriendo convencer de que los actos dictatoriales deben quedar tal cual porque de otra forma el sistema se cae. Esto no es sino la consagración implícita de los procedimientos de fuerza. En tanto la Constitución del 93 divide al país y es la fuente del recorte de derechos de muchos sectores, y es además el soporte de los decretos neoliberales y antipopulares de 1992-1993.

Un ejemplo de ello es la incapacidad que ya dura diez años para lograr un consenso entre trabajadores y empresarios para una nueva Ley del Trabajo, que pudiese equilibrar las relaciones laborales, tras lo duros retrocesos de los años 90, en cuya base está el hecho de que el sector empresarial se apoya en la Constitución del 93 y en las leyes dictatoriales. Esto tiene un claro significado: vivimos sobre la correlación del 5 de abril de 1992, y la caída de la dictadura del 2000, no ha podido modificar esa situación por la calidad de los políticos que han dirigido el poder desde que comenzó la llamada transición política.





Los partidos y la Constitución

En el CADE del 2005, anticipatorio de las elecciones del siguiente año, los ejecutivos de empresa aplaudieron de pie a la candidata Lourdes Flores cuando en el clímax de su exposición anunció que en su gobierno de ninguna manera se cambiaría la Constitución de 1993. Era el dato clave para saber quién debía ser presidente, que como se sabe nunca fue.

Alan García, por su parte, que se movía cuidando los equilibrios, evitó el tema. Pero cuando estaba ante auditorios apristas recordaba a sus compañeros que en el programa del partido estaba escrita la propuesta de restitución de la Constitución de 1979 con las actualizaciones respectivas. Pero cuando era requerido por la prensa confirmaba que el tema no era estaba en la prioridad inmediata de un eventual gobierno suyo.

Con eso conseguía el doble efecto de mantener el simbolismo de que no se renunciaba al rescate de la “Constitución de Haya de la Torre” y a la vez tranquilizar al capital con la idea de que no se trataba de fijar ningún nuevo comienzo en el país y que el momento del acto simbólico podía posponerse en el tiempo.

El candidato nacionalista Ollanta Humala era, finalmente, el único que cuestionaba abiertamente que se pretendiera seguir dirigiendo al país sobre la base de una Carta de naturaleza “delincuencial”, que era la definición que escogió para referirse a su origen en un golpe de Estado y al tipo de intereses que sostenía.

Humala hablaba de nueva Constitución y de una Asamblea Constituyente para aprobarla, sin que estuviera muy claro la relación entre este proyecto y el gobierno a instalarse a fines de julio de 2006, con su respectivo Congreso, lo que sugería que tendría que ocurrir aluna ruptura que no valía la pena anticipar.

Más tarde, cuando el frente “todos contra Ollanta”, para llevar a la presidencia a Alan García, se hizo de una ajustada victoria, el líder nacionalista ofreció casi de inmediato el apoyo de su entonces poderosa bancada para sumar los votos necesarios para que el APRA cumpliera con derogar la Constitución de 1993 y restituir la de 1979. Obviamente, lo que hizo Alan García fue taparse los oídos ante tamaña propuesta y poner en marcha la coartada de que como le debían los votos ganadores a la derecha, debían gobernar con las propuestas derechistas.

Es decir hacer ganadores de la partida a los que fueron eliminados en la primera vuelta.

En esta elección el tema constitucional no ha ganado el primer plano, en parte por el nuevo sesgo del discurso de Ollanta, menos beligerante, aunque su programa de gobierno mantenga el punto. Pero el problema de la base golpista del sistema legal se mantiene entero y se proyecta como un lastre para el futuro peruano.

11.03.11
www.rwiener.blogspot.com

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