domingo, septiembre 04, 2011

El presidente que ordenó la muerte de 191 personas

Un análisis de la política de tratamiento de los conflictos sociales durante el segundo gobierno de Alan García.

Emulando a Jorge Trelles, el García del 2011 podría consolarse diciendo que mató menos que al terminó de su mandato de 1990 y que en eso también mejoró, como en economía. Es decir que los 191 que se le están recordando en estos días, sumando Bagua, Tía María, Chala y otros sangrientos episodios de lucha contra el “perro del hortelano”, son efectivamente superados por un solo hecho del período 1985-1990 como la matanza de los penales que se llevó la vida de casi 300 personas en menos de 48 horas.

Pero en los 80, hay que decirlo, había una guerra y un Estado acosado por la violencia y el terror, que quería recuperar el monopolio de la fuerza y la intimidación lo que lo condujo muchas ve ces por el camino de la barbarie. El joven y deslenguado presidente que ordenó en junio de 1986 la recuperación de las cárceles amotinadas, de manera inmediata, con todos los medios al alcance de las Fuerzas Armadas, con la salvedad de hacerlo cuidando “en lo posible” la vida y la integridad física de los rehenes, como si los presos no valieran nada, tiene sin embargo una conexión profunda con ese mismo personaje en junio del 2009, más viejo y más gordo que 23 años antes, exigía a sus ministros y jefes policiales desalojar la “curva del diablo” con toda la capacidad represiva de la policía para recuperar la autoridad del Estado mellada por las comunidades nativas que habían bloqueado la carretera durante varios meses.

Una y otra decisión no se deben evaluar únicamente por el número de víctimas que causaron a partir del exabrupto del hombre con la banda presidencial, o porque en Bagua la mayoría de los muertos resultaron siendo de la Policía que inició el ataque, sino por el hecho de que el gobernante teóricamente limitado por la necesidad del refrendo de los ministros y la autoridad de los jefes operativos en el terreno, pasó por encima de todos ellos y dispuso la opción más violenta sin asegurarse el éxito de la misma y sin medir las consecuencias. Claro que los subordinados ni renunciaron al ser arrasados, ni asumieron responsabilidad por lo que pasó. En el 86 García quiso justificarse con el argumento de que los presos amotinados eran parte de una oleada subversiva y un peligro para el Estado. Cuando eso se cayó, acusó a los oficiales de campo, y al final se escabulló de la justicia nacional e internacional, porque todas las evidencias mostraban que quiso provocar una matanza para escarmentar a los senderistas, imaginando que la sociedad lo miraría como un vencedor.

En el 2009, se escudó nuevamente en que los nativos habían actuado como unos “asesinos salvajes”, como lo demostraba el alto número de policías muertos. Pero nadie hubiera sido siquiera herido si no hubiera existido la orden que la ministra Cabanillas y los generales dijeron que vino de más arriba. Es evidente que si no hubiera habido bancada nacionalista para darle la contra al gobierno o un diario como LA PRIMERA para enfrentar la versión del gobierno, los medios oficialistas hubieran impuesto la versión de García sobre el salvajismo amazónico, cómo han hecho en otros casos en que se cuenta la historia desde el interés del poder. El hecho es que en los penales y Bagua funcionó el mismo botón que dispone sobre la vida y la muerte de las personas en situaciones de tensión y de conflicto abierto en los que se requiere la máxima cabeza fría para evitar la tragedia.

La idea de García, repetida en múltiples ocasiones, es que un policía no tiene las armas por gusto y que debe usarlas para repeler amenazas. Pero no dice que precisamente la idea de las organizaciones de orden público es que no deben tratar a la población que protesta como un enemigo militar a destruir y aniquilar. La policía debe controlar el desborde, evitar los daños personales y a la propiedad y generar el clima para la solución negociada de los conflictos. Pero García entendía que tenía un garrote en la mano para imponer políticas colonizadoras que arrasaban los derechos históricos del nativo, que él por supuesto estima retrógrados y contrarios a la inversión. En una situación así se le ocurrían respuestas como una pasividad de meses esperando que los huelguistas se aburran, para de un momento a otro girar a la violencia como en el baguazo; o aplicar una política de tiros al cuerpo el primer día de la protesta, como en Chala, durante la huelga de los mineros artesanales, a ver si la gente se asusta.

García mato 191 personas pero tuvo que derogar cuatro decretos de la selva; negociar con los mineros artesanales; aceptar la suspensión del proyecto Tía María en Arequipa; transar con las masas en Moquegua, luego que un general digno rechazó disparar contra los civiles desarmados concentrados en un puente; etc. Es decir no sólo acribilló personas sin armas y con justas razones para la protesta, sino que no pudo lograr lo que se proponía. No pudo con el perro del hortelano que se inventó para marcar su desprecio sobre el punto de vista de los que no aceptaban su política depredadora.

Ahora con la ley de consulta aprobada y el nuevo discurso del poder abierto al diálogo, se puede ver hasta que grado de gratuita fue la sangre derramada por García por la que deberá responder ante los tribunales.

04.09.11
www.rwiener.blogspot.com

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