Que el Perú es un país pobre, en el sentido de salarios magros comparativos con el resto del mundo; empleos precarios; deficientes servicios; bajo nivel educativo; mínima innovación tecnológica; menguados capitales propios; excesiva dependencia de la explotación de recursos naturales; tremenda vulnerabilidad de la mayoría de su población a riesgos de salud, desastres naturales, y otros; insuficiente infraestructura; débiles instituciones; inseguridad extrema; condiciones ambientales deterioradas; etc. , es algo difícil de discutir, aunque García se empeñe en creer que pensando como grande, los grandes de verdad se van a creer que el país ha crecido tanto como para tomarlo en serio. Síndrome de Chile, que le dicen.
Pero un dato adicional de sociedades como la peruana es que en ellas hay una polarización social que llega a límites aberrantes, donde unos han adquirido efectivamente niveles de vida de primer mundo, y a veces más, y otros sobreviven con recursos inverosímiles, que son un desafío diario a todas las leyes de la economía y la biología. A los que tienen un ingreso que apenas les “alcanza para comer”, según la aplicación más restrictiva de la canasta de consumo alimenticio, les llamamos pobres; y a los que ni siquiera están en este nivel, se les denomina pobres extremos; todos en el marco de una sociedad empobrecida, con islotes de ricos.
Medir la pobreza para saber cuántos lo son y qué cantidad de “extremos” tenemos en casa, es una de las ideas que hizo furor entre los 80 y los 90, encargada precisamente a los pobretólogos de los que hablaba García hace poco, y que derivaba de la idea de si no podemos (ante el fracaso de los Estados), sacar a la sociedad de su pobreza de recursos y capacidades, dejemos que cada quién arregle sus problemas como pueda, acudiendo a medios privados, y concentrémonos en “ayudar a los pobres”. El problema era saber cuántos eran, quiénes eran, dónde estaban, para orientarles programas de alimentos, salud, empleos temporales, pequeñas obras y últimamente hasta dinero en efectivo.
En los 90, el Perú comprobó lo bien que combinaban una política pro-ricos y pro-capital extranjero, con amplios programas pro-pobreza. Claro nadie salió de la pobreza por la vía de FONCODES, PRONAA y otros, ni lo hará por CRECER o JUNTOS. Y si hubo un cierto retroceso del número de pobres se debió a que, pasada la etapa del mayor ajuste, hubo quienes pudieron recuperar parte de lo perdido o lograron saltar de auto-empleados a micro o pequeños empresarios. Pero el problema siguió siendo que uno puede llamar pobre a una condición u otra. Por ejemplo decir que encima de 220 soles mensuales, más acceso a educación estatal, más programa de ayuda cercano, se sobrepasa la sobrevivencia y la familia sale de la pobreza. Pero eso no indica si se ha pasado un umbral en el que ya no se regresará el siguiente año al punto anterior.
Además, como dice el ex jefe del INEI, el vilipendiado Matuk, si el que va a medir altera la muestra expandiéndose hacia un universo más amplio, o si modifica la cantidad y calidad del consumo que define la pobreza, obtendrá un aumento automático de los no pobres. Esto se hizo en los 90, bajo la jefatura del INEI de Félix Murillo, secundado por Renán Quispe, y supervisado por el Banco Mundial. Pero el punto en esa época no era entusiasmar al país con el resultado, sino generar un sistema de justificación a largo plazo de la política económica neoliberal. Fujimori no esperaba aplausos por un dato estadístico, sino por escuelas visibles, postas y desayunos en los colegios, que eran el quid del clientelismo populista de la época.
Hoy es al revés. García adora el corto plazo. Por eso lo que quiere hacernos creer es que la pobreza está bajando y el país está dejando de ser pobre, porque él ha cambiado. Porque se le ocurren ideas grandes. Porque él mismo es cada vez más grande. Y que no tiene que hacer nada por los pobres, porque todo camina hacia el 2015 cuando superaremos a Chile y no tendremos pobres, y el 2020 cuando habrá olimpiadas en el Perú.
01.06.08
www.rwiener.blogspot.com
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