Yo no sé si en estos días estaban enterrando a Paniagua, o a la transición fallida que él representó.
Porque hay alguna relación entre la desaparición de este dirigente político al que las circunstancias, y no los votos, llevaron a la presidencia cuando el Perú rompía con la dictadura, y la crisis definitiva de cada uno de sus proyectos.
Alan García que le ha quitado el último aliento a la anticorrupción con el nombramiento de Ríos Patio y Briceño, está en su sitio enterrando con gran pompa a Valentín Paniagua.
Giampietri podría hablar de su comisión de la verdad.
El general Reinoso de quienes deben ascender en las Fuerzas Armadas.
Cuculiza y De Souza de la extradición de Fujimori.
Silva Ruete, Kuczynski, Carranza y otros, de la economía más humana.
El prefecto de Chiclayo y Yehude de la autonomía y la descentralización, cuando los municipios entran en crisis.
Andrade de lealtades políticas.
Cabala de benevolencia.
Razón tiene Hildebrandt cuando habla de una explosión de hipocresía.
Y para no incurrir en lo mismo diré cuáles siguen siendo mis críticas más severas a este personaje que se retira a la historia:
Encarnó el enredo seudoconstitucional que se armó para ocultar el contenido popular de la lucha contra Fujimori y convertirla en puramente democrática, sometiéndola a los marcos –forzados en extremo, es verdad, pero manteniendo la sustancia-, de la Constitución fujimorista.
Tuvo en sus manos romper con las instituciones del viejo régimen y asumir medidas excepcionales para desmontar el famoso andamiaje dictatorial del que hablaba Toledo: Congreso de tránsfugas, poder judicial y fiscalía corruptos, contraloría encubridora, Fuerzas Armadas argolleras y comieras, medios de comunicación vendidos, Universidades degradadas y sometidas, tecnocracia neoliberal enquistada en el MEF y el BCR, sistema electoral organizado para el fraude, regiones ficticias, espías y provocadores actuando en diversos escalones del Estado y de la sociedad, etc.
Pero prefirió limitarse a cumplir el tiempo que le faltaba al mandato reajustado del chino en fuga, dejando básicamente intacto este sistema, al punto de dejar la anticorrupción al procurador nombrado por Fujimori, para que se viera que no intervenía.
Pudo evitar que se consumara la última de las privatizaciones del régimen de la corrupción y someter a revisión un contrato que todavía no había sido firmado. Pero cayó en la trampa de Silva Ruete de que no había que inquietar a la inversión y entregó el aeropuerto de Lima, que es ahora uno de los elementos más podridos del esquema de concesiones de servicios públicos.
Pudo esperar para volver a estudiar las condiciones del contrato de Camisea, el nivel de participación del Estado y la calidad de los postores, pero nuevamente metió dentro de sus escasos ocho meses una decisión con trascendencia para treinta años y entregó la mayor riqueza del Perú a un consorcio pirata que trafica con los hidrocarburos líquidos que se venden en el extranjero, encarece el gas licuado para aumentar sus ganancias y maneja una tecnología deficiente que daña el medio ambiente.
Valentín, por cierto, no era frívolo y fanfarrón como Toledo, ni se hubiera arrastrado ante los poderes extranjeros como hacia el falso Pachacútec. Tampoco tenía el sentido de predestinación con el que camina García como si el poder le cambiara la química del organismo, y su austeridad diaria no estaba hecha para las tribunas. No hacía promesas que sabía que no iba a cumplir.
Si fuera sólo por esto, se puede entender que haya peruanos que lo consideren mejor presidente que los otros dos. Yo, que ya dije mi palabra, prefiero quedarme el resto del tiempo en respetuoso silencio.
18.10.06
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Editorial del quincenario Liberación (19.10.06)
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