domingo, enero 27, 2008

La noticia me llegó como una bomba

- Han matado a Mendívil y Retto está herido, tiene que venir al periódico.

Era el chofer de “El Observador” que había aprovechado la puerta abierta de mi casa para aparecer directamente en la sala. Cerré mis notas al medio día y al retirarme Víctor Tirado me dijo que el Fiscal de la Nación había declarado que había unos periodistas desaparecidos en Ayacucho.

Pregunté por Jorge Luis y Willy de los que no se tenía noticias desde hacía tres días. Tirado contestó que quizás estaban detrás de una primicia y por eso no se sabía de ellos. Partí.

Pero horas después en medio de mi confusión inicial empecé a recordar la última conversación del martes 25: “tenemos algo importante y vamos a estar incomunicados unos días”. Era el día en que deberían haber vuelto, pero tenían una misión pactada para la siguiente mañana. Y siguieron su destino.

En la redacción nadie tenía una idea clara de lo que había pasado. Se decía que en una comunidad de altura, cuyo nombre escuchaba por primera vez, se habría producido un ataque sorpresivo a los periodistas creyéndolos subversivos. Y que esto había sido relatado a un oficial del ejército al que le habrían mostrado las tumbas, donde se suponía estaban los hombres de prensa.

Eran cuatro puntos de tierra negra donde se había escarbado recientemente. Los teletipos lanzaban al mundo la información: “ocho periodistas sufren emboscada de campesinos enardecidos en Ayacucho, la mayoría habría muerto”.

Oscar Retto, fotógrafo, padre de Willy, llegó al periódico todavía con esperanzas. Entonces vi entrar a Alfonso Grados Bertorini, ministro de Belaúnde y antiguo hombre de prensa. Venía a título personal, como colega, a dar el pésame.

- Todos están muertos. Nos informaron en el Consejo.

Y se abrazó con Oscar. Víctor y los que estábamos al lado.

En la mañana siguiente partía en un avión fletado por el diario “La República”, con toda la plana principal de la prensa de la época hacia la famosa conferencia de prensa del general Noel en Los Cabitos, para de ahí dirigirnos a Uchuraccay para el desentierro.

La confusión no había acabado. Aparentemente íbamos a comprobar si las tumbas negras contenían a nuestros compañeros. Pero el general ya sabía toda la historia de los campesinos que creyeron que las cámaras fotográficas eran armas de fuego y de la bandera roja que supuestamente serviría para el contacto con los senderistas.

A cuatro mil metros sobre el nivel del mar, refrescado por un aire frío que me hizo olvidar por un momento el insoportable Fenómeno del Niño de esos días, me dediqué a observar a esos campesinos que no me parecían capaces de tanta violencia.

En un momento me di cuenta que corrían, hombres y mujeres, en una sola dirección hacia el lugar donde uno de los vigías hacia sonar su silbato. Los sinchis (policía antisubversiva) también se movieron hacia ese punto. No sé si eso era parte del clima de histeria que relatan la Comisión Vargas Llosa y la CVR, o si era una escenificación para los periodistas que participábamos de la ceremonia del desentierro.

Lo que sí es indudable es que después de enero de 1983 no hubo periodista que llegara al campo ayacuchano. Seguiríamos una guerra cada vez más sangrienta y sin prisioneros, a través de los partes del ejército.

27.01.08

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