Alan García le ha
probado al país que tiene un afinado sentido de sobrevivencia. No se sabe
cuántas de las vidas de sobra que recibió al nacer y al meterse en la política,
se consumieron durante su primer gobierno a punta de matanza de los penales,
estatización de la banca, shocks económicos, y qué cantidad ha malgastado en su
segunda chance con FORSUR, petroaudios, BTR y por supuesto el baguazo.
Normalmente los
presidentes no resisten una de estas. Pero Alan García es un gigantesco gato,
ahora inflado como un globo, con más de siete vidas, que puede generar una
matanza de 300 presos en un arranque o mandar policías a despejar una carretera
de la selva repleta de nativos con lanzas y decisión de enfrentarse y provocar
casi 40 muertes, y seguir ronroneando de lo más campante.
El 5 de junio del
2009, las noticias llegaban en medio de una gran confusión. En la curva
conocida como “del Diablo”, en la provincia de Bagua, lugar que permanecía
tomado durante semanas por pobladores de varias etnias del alto amazonas que
protestaban contra los decretos legislativos del gobierno de García que
otorgaban facilidades para la expansión de la inversión en la selva, sin
consideración de los derechos de las comunidades, se había producido un intento
de desalojo que había desatado un enfrentamiento.
Yo estaba en un
evento internacional en el centro de convenciones del Colegio Médico, cuando
empezaron a circular las primeras informaciones. Don Isaac Humala me dijo
cuando le conté lo que sabía de los que estaba pasando: cae el gobierno. Tal
vez si fuera otro gobierno, pensé, pero no el de Alan García.
La noche anterior
en un rapto casi calcado del que tuvo en mayo de 1986 cuando se enteró que el
motín de los presos senderistas ensombrecía el Congreso de la Internacional Socialista
que se inauguraba en Lima, bajo su presidencia, y decretó que la recuperación de los penales se
haría a sangre y fuego, el presidente carajeó a la ministra del Interior
Cabanillas y a los jefes de la policía emplazándolos a explicar porque los nativos
seguían en la “curva del diablo”.
El lo sabía mejor
que nadie. Porque poco antes había lanzado sus teorías sobre el “perro del
hortelano”, “los ciudadanos de segunda categoría” y la “nueva guerra fría en el
continente”, por lo que estaba claro que había decidido que nadie le impediría
poner al país en remate entre las grandes transnacionales. Lo que no contaba
era con que los nativos salieran de sus pueblos y estrangularan las
comunicaciones por varios meses, sin que el gobierno encontrara la forma de
despejarlos.
El drama de la
curva del diablo iba a ser la muestra de que los pueblos originarios del país
ya no toleran el avance implacable de los grupos que buscan explotar sus
recursos y llenarse de dinero a costa de la destrucción de sus formas de vida,
su cultura y su entorno. Como siempre, García quiso escapar hacia delante de
los problemas creados por él mismo. Y también como es usual el saldo de los
exabruptos fue alto, altísimo, entre amazónicos, pobladores urbanos y policías.
Sin contar la profunda herida en la confianza de la población peruana.
Nadie olvidará
sin embargo que lo que García dijo fue que los responsables de lo que había
pasado eran las comunidades y como gran prueba recordó que habían muerto más
policías que nativos. Los grandes medios, cuando no, jugaron a cubrir al
gobierno y a mostrar la conducta supuestamente “salvaje” de los amazónicos.
Pero la gente no lo creyó lo que se expresó en una multitudinaria manifestación
de protesta en Lima a los pocos días de la tragedia. Lo que había mostrado el
baguazo era que para un Awajun o cualquiera otra de las nacionalidades de la
selva era muy difícil entenderse como peruano.
Permanentemente
olvidados de los servicios del Estado, constantemente amenazados por grupos de
interés (madereros, petroleros, mineros, etc.), de pronto toman nota que se ha
dictado una ley para que sus territorios se hagan aún más vulnerables. Entonces
salen a una lucha vida o muerte, porque lo que se están jugando es la
existencia. Cualquiera autoridad que entienda su cultura buscará dialogar con
ellos y lograr algún entendimiento. Es lo que hacían los policías que
custodiaban la “curva del diablo” y la estación del oleoducto donde ocurrieron
las mayores muertes.
Pero García
imaginaba estar enfrentando una protesta urbana que se rompe con bombas
lacrimógenas o un bloqueo de vía en la costa, y creía que si subía la voz los
nativos bajarían la cabeza como Cabanillas. Evidentemente no tenía ni idea de
lo que estaba pasando y por eso ordenó atacar. Podía haber desatado una guerra
mucho más larga y sangrienta con los nativos, pero ya lo que pasó con policías
cercados en un cerro o los rehenes policiales ajusticiados en la estación
porque se creyó que en la “curva del diablo” había habido un exterminio de
indígenas, era una irrefutable consecuencia de los errores de García.
Cierto que a los
días del baguazo el gobierno retrocedió en las leyes de la selva y que los
ministros que estuvieron más expuestos al fuego de los acontecimientos se
fueron de regreso a sus hogares. Pero ni García cayó, ni nunca reconoció su
responsabilidad en tantas muertes que pudieron ser evitadas. El presidente con
más de siete vidas ya estaba de lo más fresco los meses siguientes repartiendo
proyectos entre sus amigotes, haciendo maniobras para salvar a Rómulo León y
Quimper y enterrar los petroaudios, otorgando narcoindultos, etc.
Pero García sabe
que dañó la relación entre el Estado y la población indígena, y que la próxima
vez que se quiera ir contra sus derechos las tensiones será mucho más grandes.
A cuatro años del baguazo es bueno no olvidar sus tristes lecciones.
02.06.13
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