Omar Chehade pude considerarse a partir del lunes un verdadero recordman de la política peruana. Nadie como él consiguió la unanimidad de las bancadas para sancionarlo por faltas a la ética y en directa contraposición a sus argumentos de defensa, que suponían que su único error había estado en la inelegancia de conversar con generales en un restaurante. Tampoco existen antecedentes de un vicepresidente echado antes de los 120 días de gobierno, sin apoyo del presidente que lo invitó a acompañarlo, y que haya hecho todos los desplantes necesarios para no dar el famoso “paso al costado”, paso atrás, o alguna otra evidencia que mostrara que era consciente de lo que le estaba ocurriendo.
No hay un paralelo de torpeza semejante al de Chehade, que intentó darle visos de banalidad al proceso que se seguía en su contra, actuando como si fuera un congresista en plenas atribuciones y poniendo en acción una pequeña portátil para pintar de político su juzgamiento. Parece mentira, pero mientras más se esforzaba por aparentar que le resbalaba la denuncia del “resentido” general Arteta, más se hundía en la mirada de la opinión pública, que en un porcentaje arriba de 80% reclama ahora su desafuero.
Le pasó lo de Rosario Ponce, pero en versión masculina y parlamentaria. Es decir se dedicó a insistir que su pasado (limitado a los trámites de la extradición de Fujimori), lo acreditaban por encima de cualquier sospecha de corrupción, y que sus críticos querían destruirlo precisamente porque había empeñado su palabra en luchar contra los corruptos. Mejor se hubiera quedado callado y lo suyo tal vez no hubiera pasado de una reunión impropia y una interferencia indebida en la responsabilidad policial, que felizmente no derivó en ninguna consecuencia práctica.
Suponía bajar la cabeza y admitir que todavía estaba en pañales para dárselas de gran moralizador. Pero no, peor que su encuentro de las Brujas de Cachiche fueron sus intentos de defensa hasta la hora undécima en la que ya no podía retroceder y seguía gritando como un antiguo perseguido suyo: soy inocente. Chehade ha pagado duramente la soberbia del poder. Lo que no está muy claro es si ha aprendido la lección y comprende que desperdició un lugar en la primera línea de la política nacional al que llegó demasiado pronto, y que lo único que le queda es reacomodarse con modestia a una nueva situación.
Pero el problema sería más sencillo si el síndrome Chehade fuera sólo de él y se pudiera conjurar mandándolo a casa. Acá lo grave viene de otro lado. Y es que, con seguramente muy buenas razones, el país ha desechado reiteradamente por más de veinte años a los viejos políticos a lo que considera aprovechados, corruptos, mentirosos y en el fondo concertados para mantener el estatus quo. Por eso la apuesta constante a los nuevos, muchos de los cuales se vuelven “viejos” en corto tiempo, y se les termina colocando en el anaquel de más de lo mismo.
La soberbia del ganador es la ruta segura del fracaso como lo acaba de probar el segundo vicepresidente. Pero lo peor es cuando los políticos de la esperanza terminan tachados también de aprovechados (que se dan la gran vida), corruptos (que interceden por intereses particulares), mentirosos (no pueden asumir su responsabilidad y tratan de encubrirse con falsedades) y de haberse mezclado y hacerse indistinguibles de la antigua política. El nacionalismo generaba expectativas cuando rechazaba toda esa herencia oscura del Estado peruano. Ojalá la caída de Chehade sirva como una vacuna contra la tentación del poder corrupto que asalta a todos los que se acercan.
07.12.11
www.rwiener.blogspot.com
No hay comentarios.:
Publicar un comentario