Algunas historias para comprender como lo de la Constitución no es mero debate teórico y que lo que ocurrió entre 1992 y 1993 ha tenido tremendas consecuencias.
En la segunda mitad de los años 90, las grandes empresas eléctricas de Lima, Edelnor, Luz del Sur y Edegel, desarrollaron curiosos y paralelos procesos de fusión con empresas más pequeñas (caso Edelnor con Edechancay) o de desmembramiento (Luz del Sur S.A., en Luz del Sur Servicios y Tecsur; y Edegel en Talleres Moyopampa y Edegel SAA).Esta fiebre transformista estaba motivada ciertamente por un objetivo: hacer posible la revaluación de los activos de las “nueva empresas” (fusionadas y escindidas), que habían sido compradas a partir de muy bajas valorizaciones realizadas por firmas especializadas que las habían considerado casi como “huesos”, y que mediante la ficción de los “cambios” en el estatuto empresarial podían valorizarse nuevamente a precios muy superiores a los de la preventa y los pagados en la privatización.
Gracias a la revaluación, las eléctricas privatizadas subieron su valor de mercado y pudieron revenderse o asociarse con nuevos inversionistas (originalmente fueron adquiridas por chilenos y recompradas por españoles) con fuertes ganancias para los intervinientes en estas transacciones. Edelnor y Edechancay, eran ciertamente del mismo dueño, y la fusión no significaba nada en términos de desarrollo de la oferta eléctrica. Pero si multiplicó por tres el valor de la empresa distribuidora respecto a la privatización.
El punto crítico se planteó sin embargo poco después. Debido a que esta operación representaba una ganancia puramente financiera, no prevista en el esquema operativo regular de las empresas, la SUNAT, en tanto ente recaudador, exigió el pago de los impuestos correspondientes a la revaluación, a lo que las tres empresas retrucaron que se encontraban amparadas en convenios de estabilidad jurídica, lo que quería decir que no se verían afectadas durante la vigencia del convenio, por cualquier variación en la legislación tributaria del país. Para defenderse del cobro las empresas invocaron los Decretos Legislativos 662 y 757, dictados durante el período que media entre el golpe de Estado de abril del 92 y la instalación del Congreso Constituyente Democrático (enero de 1993) y la aprobación de la nueva Constitución.
En esencia las tres empresas (y otras en el resto del país), consideraron que los alcances de la estabilidad jurídica y tributaria que les había otorgado un paquete de decretos del período extra-constitucional y golpista, debía llegar hasta las ganancias extraordinarias obtenidas de la revaluación. Es decir que el Perú no tenía que recibir ninguna participación en este ajuste tramposo que les permitía obtener dinero por fuera del objeto de su inversión original. Estos casos fueron trasladados al arbitraje, otra innovación procesal de la etapa golpista, donde intervinieron personajes como Jorge Avendaño, Jorge Santisteban, Baldo Kresalja, Mario Paso, entre otros, que fallaron en los tres casos que no se aplicaba la ley del impuesto a la renta por los convenios de estabilidad.
El asunto llegó finalmente al Tribunal Fiscal (que debe resolver las disputas entre el órgano recaudador SUNAT y los contribuyentes), en el año 2002, que en sala plena y con 16 votos de sus miembros (2 estaban ausentes) definió que no podía ir contra el fallo arbitral así los considerara equivocado. Para tomar esta decisión los magistrados hicieron mención a dos artículos de la Constitución de 1993:
Artículo 62: “…mediante contratos-ley, el Estado puede establecer garantías y otorgar seguridades. No pueden ser modificados legislativamente…”
Artículo 63: “El Estado y las demás personas de derecho público pueden someter las controversias derivadas de la relación contractual a tribunales constituidos en virtud de tratados en vigor. Pueden también someterlas a arbitraje nacional e internacional, en la forma que disponga la ley”.
Esto quería sustentar la idea de que siendo el ente rector en materia tributaria, el Tribunal Fiscal no podía objetar que el gobierno al frente del Estado hubiese concedido beneficios indebidos a las empresas eléctricas privatizadas, y tampoco podía pronunciarse por el fallo de los árbitros que las empresas y el gobierno habían establecido. La consecuencia de todo esto fue una pérdida tributaria de más de 300 millones de dólares a favor de las empresas extranjeras, a más del increíble beneficio de la revaluación.
Gas para el exterior
En febrero de 2006, el consorcio Perú LNG, formado por Hunt Oil de los Estados Unidos y SK de Corea del Sur, suscribieron un contrato de exportación del gas peruano, que consideraba el 100% de las reservas del lote 56 y un adicional correspondiente a poco más de la cuarta parte del lote 88, que estaba originalmente consignado exclusivamente al abastecimiento interno. Este contrato al que después se sumarían Repsol de España y Marubeni de Japón, garantiza abastecimiento de gas natural peruano durante quince años, a las plantas mexicanas por un valor que se calcula sobre los 15 mil millones de dólares, existiendo otros potenciales mercados, entre ellos Canadá y Chile.
Para llegar a este acuerdo, el gobierno de Alejandro Toledo y su primer ministro Pedro Pablo Kuczynski, siguió una ruta tortuosa: modificó el horizonte de abastecimiento interno que era de veinte años que debía asegurarse de manera permanente (verificarse cada año) por “garantías de abastecimiento”, sin precisión en el tiempo; dictó luego una ley autorizando la exportación de gas natural; finalmente dictó el DS 050-2005-EM, que destinaba el contenido total del pozo 56 a la exportación y parcialmente (alrededor del 25%) del lote 88 originalmente exclusivo para el uso interno, a la exportación.
Varias veces se mintió al país sobre la cantidad de gas existente, para justificar la exportación, mientras el proceso de expansión de las conexiones domiciliarias, la instalación de grifos de gas vehicular y los contratos con empresas para el uso de energía en base a gas iban a paso de tortuga, se aceleraban los trabajos de construcción de la plana de Melchorita (la más grande inversión industrial del país) encargada de licuar el gas y exportarlo en estado líquido. Más de 3 mil millones fueron metidos en esta planta y en sus instalaciones complementarias, mientras el gasoducto fue pagado con impuestos especiales a las facturas de electricidad de todos los peruanos. Evidentemente había un interés claro puesto en el plan de exportación que lideraba el consorcio LNG, encabezado por Hunt Oil de Estados Unidos, ligada a PPK. La otra mentira ligada a lo anterior era la que decía que sin exportación no hubiera habido inversión en Camisea, cuando el proyecto de sacar el gas al exterior se inicia en el 2003, tres años después de firmado el contrato.
En julio del 2010, los pobladores de la provincia de La Convención, en Cusco, y de la zona gasífera del Camisea, se declararon en huelga en contra de la exportación del gas natural Por la fuerza de la protesta el gobierno finalmente cedió y abrió una negociación en la que en medio de las tensiones, el ministro Velásquez sacó de un sombrero el DS 053-2010-MEN, que derogaba el decreto 050-2005- MEM, que había autorizado el contrato de exportación y el uso de las reservas de los lotes 56 y 88. Pero, para maravilla del mundo, una vez derogado el decreto que engendró el contrato, no se acabó el compromiso, ya que en mérito del artículo 62 de la Constitución del 93, que da categoría de “ley entre las partes” al documento firmado para ejecutar la exportación, se mantiene vigente aunque ya no tenga respaldo legal.
En resumen se puede decir que es un contrato que contradice la ley (está vigente la que prohíbe usar el lote 88), pero es válido porque ya fue firmado por violadores de la ley que ya fueron desenmascarados. Pero como la otra parte aparentemente (sólo aparentemente) es ajena al enjuague puede apelar a la buena fe y decir que lo firmado, firmado está. Para eso se hizo la Constitución del 93. Hasta ahora, en pleno gobierno de Ollanta Humala, el lote 88 sigue teniendo destino en la exportación.
El aeropuerto concedido
El ministro Luis Enrique Ortega Navarrete formó parte del equipo llamado de transición que gobernó al Perú desde el 25 de noviembre del 2000 hasta el 28 de julio del 2001, con el propósito de garantizar la realización de nuevas elecciones tras la fuga de Alberto Fujimori. Se suponía que había jurado el cargo para restablecer la confianza en la posibilidad de un gobierno honesto y de que los delitos cometidos por sus predecesores no quedaran impunes.
Uno de los actos finales de la dictadura había sido precisamente forzar la entrega del aeropuerto Jorge Chávez, cuya adjudicación fue finalmente realizada, contra viento y marea, el 15 de noviembre, por ministros que ya no tenían presidente, y que carecían de poderes reales, ya que uno de los vicepresidentes había renunciado y el otro no se atrevía a asumir el cargo, que implicaba vacar al fugitivo. Pero igual, no se sabe qué compromisos llevaron a los ministros Boloña (Economía), Bedoya Camere (Transportes) y al ex primer ministro Pandolfi, a impulsar hasta el final la entrega de nuestro primer terminal aéreo.
Todo por supuesto se hizo en un extraordinario desorden. El día 21, los ministros dejaron sus cargos, con el premier Federico Salas a la cabeza, y en el despacho del titular de Transportes, Augusto Bedoya se quedó sin firmar la resolución por la cual se aprobaban una serie de modificaciones de las bases de la licitación, cambiando la obligación del operador de adquirir los terrenos para la ampliación de la pista y transfiriéndola al Estado, entre otros cambios. Este documento estaba fechado 23 de agosto, que fue cuando los postores fueron invitados a presentar su propuesta definitiva. En las siguientes semanas, sin embargo, caerían la mayoría de los postulantes y se entregaría la concesión al consorcio LAP que ya no tenía competencia.
El 26 de octubre del 2000, se abrió el sobre y se supo lo que todos sabían, que el consorcio armado entre el Aeropuerto Frankfurt, la constructora Bechtel de Estados Unidos y la peruana COSAPI, eran los ganadores de una concesión por 30 años, ajustada a las bases del 23 de agosto. Días después del final del gabinete Salas, se nombró el gobierno Provisional de Valentín Paniagua. Revisando papeles el nuevo ministro Ortega, se encontró con resoluciones no firmadas, entre ellas las de las bases de la licitación del aeropuerto, y cómo no se le ocurrió otra salida decidió poner su firma y su sello, como si hubiera estado en el ejercicio del cargo el 23 de agosto, es decir tres meses antes de juramentar ante el presidente.
De hecho había invalidado el acto jurídico y colocado a la concesión en una situación insostenible ya que no hubo realmente representante del Estado que pudiera ser responsable por la decisión. Si se aplicaba estrictamente el famoso artículo 62 de la Constitución se diría que no hubo acuerdo real entre las partes porque los representantes del Estado que aparecen firmando diversos documentos no tenía mandato para hacerlo (también los encargados de LAP tenían mandato imperfecto). Pero, cuantas veces se ha recurrido a los jueces y tribunales para resolver eta precariedad jurídica que agravia al país, lo que han contestado los administradores de Justicia es que los que han hecho la demanda no han sido contratantes y por tanto no son parte del caso y no tienen nada que decir. Quiere decir que el Estado no es de los peruanos, sino de los ministros y otros funcionarios que hacen lo que les dq la gana.
Pero al negar que cualquier persona tiene derecho a salir en defensa del patrimonio público y el cumplimiento de la ley, los jueces dicen algo muy cierto, que la Constitución de 1993 ha convertido el contrato público en equivalente al privado, es decir los únicos conectados en el acuerdo son los que firman y si el reclamo no es de uno de los dos no cabe revisión del caso. O sea tendría que reclamar LAP que se ha beneficiado 11 años de una concesión irregular o los ex ministros Bedoya, Ortega o PPK, que quién sabe qué lazos ocultos los ligan a la concesión.
06.08.11
www.rwiener.blogspot.com
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