Tres años de la misma economía y grandes vaivenes políticos

 La línea económica de los tres primeros años de Ollanta Humala, y casi seguro también de los dos años que restan, es básicamente clara: mantener tasas de crecimiento del PBI lo más alto posible, en base a inversión principalmente extranjera, y derivar recursos de los ingresos tributarios para financiar programas sociales para pobres con la mayor amplitud que pudiera hacerse. Todo lo demás que se ha ido haciendo ha respondido a esta prioridad, que Castilla le explicó al presidente que podía mantenerse, siempre y cuando le dieran toda la conducción económica y social.

Interpretar la ruta política en el mismo lapso de 36 meses es, en cambio mucho más difícil. Si nos atenemos a las seis cabezas de gabinete que ha habido hasta ahora, no podremos encontrar alguna línea maestra que muestre alguna orientación previamente establecida.  Casi podría decirse que desde que Humala cedió a las presiones de los gremios empresariales y los grandes medios, y entregó el MEF y el BCR a dos tipos de su confianza, la orientación del gobierno se hizo errática, instintiva y si se quiere sujeta a las variaciones de su estado de ánimo.

Así en julio de 2011, el presidente hizo lo imposible para que Salomón Lerner aceptara un gabinete con Castilla y con la izquierda fuera de los puestos económicos en una especie de coexistencia imposible, que terminó por inclinarlo a la derecha a la que le halló mayor sentido pragmático. Por eso en diciembre de ese año alentó el complot contra los que lo habían ayudado a llegar al poder y ahí acabó el ilusorio gabinete izquierda-derecha que cedió paso a uno represivo-neoliberal, con el que Humala y su premier Valdés pretendían demostrar cómo se manejan reclamos duros como los de Conga.

Fracasaron, es verdad, al costo de varias decenas de muertos y de resentimientos que se arraigaron profundamente, pero de pronto cuando el exinstructor de Humala creía estar más firme en su puesto y en su lógica violenta, el presidente lo paró en seco y lo reemplazó por el que probablemente era el más anodino de los ministros anodinos que poblaban el gabinete. El premier Jiménez, respondía obviamente a la necesidad de lanzar un mensaje de paz y hacer creíble que el gobierno ya no quería seguir matando gente para que caminen las inversiones mineras. Entonces vinieron nuevos énfasis en el diálogo, la negociación de conflictos y la postergación de los temas más candentes.

Jiménez, que ha sido, hasta ahora, el primer ministro de mayor duración (poco más de un año), tuvo éxito en sacar al gobierno del hoyo represivo en que se había metido, pero apenas se tranquilizó el ambiente se convirtió en una dirección zombi que no iba para ninguna parte y que de lo único que andaba pendiente era de las variaciones anímicas del presidente. De esta manera su destino estaba sellado. En octubre del 2013, Humala decidió jugar una carta política, escogiendo para siguiente primer ministro a un político regional, que había hecho un prestigio como presidente de la región San Martín.

¿Qué quería? Hasta ahora no hay una explicación suficiente. Villanueva pareció un intento de alianza entre el gobierno y las regiones, la introducción de un premier con cierta fuerza política propia para equilibrar con la tecnócratas, o tal vez la creencia de que el sopor del gabinete y el cargo público ajustarían las clavijas de un tipo al que apenas conocía, como dicho sea de paso había pasado con Valdés y Jiménez con quiénes no había tenido trato político antes de ser elegido. Pues bien, Villanueva quiso ser primer ministro de verdad y pidió entrar en las decisiones para la recomposición de los cargos de gobierno, como manda la ley.

Pero Humala y Heredia se resistieron a este nuevo reparto del poder político. El resultado: Villanueva se fue al cuarto mes, en un singular exabrupto en el que hubo desmentidos públicos de la primera dama y el ministro de Economía, al premier, en ausencia del presidente, y respaldo de este último a los insubordinados a su regreso. El hecho es que Villanueva cayó cuando no había logrado ningún cambio de ministros ni había podido emitir ninguna otra señal de autoridad. Simplemente se fue. Y Ollanta Humala no lo lamentó, como que se hubiera liberado de alguien que se atrevía a exigirle algo de poder real.

En febrero de este año parecía, pues, que la tecnocracia económica liderada por Castilla había ganado la partida, y que el último intento para ponerle algún rumbo político al régimen había fracasado completamente. El nombramiento de Cornejo en el premierato, en realidad el partner de Castilla desde el primer día del actual gobierno, indicaba que el hombre del mechoncito había llegado a la cúspide de sus ambiciones. En ese momento la mitad más uno de los ministros habían sido propuestos o avalados por él, incluido el premier, los viceministerios, secretarias generales, jefaturas de instituciones estaban saturados de exfuncionarios del MEF y encima de todo ello, los ganadores se duplicaban el sueldo declarando que se lo merecían por todo el sacrificio que hacían por el país.

Ahora sabemos que la era acentuada Cornejo-Castilla, fue un momentos de intenso lobby, cuando las empresas creyeron que todo podía conversarse directamente con ministros amigos y usando intermediarias eficaces como Cecilia Blume. Tanto las normas contenidas en los paquetes “reactivadores” de junio y julio, que atropellaban el medio ambiente, el sistema tributario, las obligaciones de seguridad laboral y otros tantos temas de interés de los empresarios, que daban clara evidencia de haber sido conversados con los interesados o sus abogados para ver lo que querían, como los cornejoleaks que desenmascararon el submundo de las presiones y arreglos entre el mundo privado y el público, confirmaron que con el mayor poder en las manos la tecnocracia acaba desbandándose.       

Les duró poco, porque en julio Cornejo ya estaba fuera del gobierno, superando apenas por unos días la brevedad de su antecesor. Y un mes después le ha seguido el camino su factótum Miguel Castilla, al que todo el mundo hacía inamovible, y que debió partir cuando había creído llegar a su hora de máxima gloria. El balance político de tres años muestra una gran elipse de cómo nos hemos movido de Castilla a un gobierno sin Castilla. El verdadero garante a cuesta de la CONFIEP y las grandes empresas, el que podía doblarle el brazo a la pareja presidencial, el que ponía ministros y decenas de cargos, se ha ido. Y en el vacío tenemos ahora una primera ministra de la confianza directa del presidente y su esposa, y ningún ministro con liderazgo propio.

¿Puede todo esto venirse abajo más rápido de lo que podría suponerse? Claro que sí. De un lado porque otra vez estamos fuera de rumbo, apenas ajustando unas clavijas mientras se desajustan otras. Jara se ha llenado la boca de discursos sobre diálogo y conciliación pero no dirigidos a la gente sino a los partidos del Congreso, mientras sus operadores hacen malabares para conseguir los votos necesarios para cada decisión. Este esquema matizado con las andanzas del ministro del Interior que quiere construir una contra-percepción a la que existía respecto a la seguridad ciudadana, y con ministros económicos de perfil más bajo, no termina por cuajar y se va a encontrar con fuertes turbulencias apenas pase la etapa de las elecciones.

Ahí puede ocurrir que Humala resista y mantenga a Jara, sobre todo por el temor de no lograr la ratificación de confianza parlamentaria. O que como ya lo ha hecho se vuelva a bandear en función a los desgastes y a los cambios de humor en la pareja de gobierno. Difícil decir que la era de los vaivenes termina con el fin de los primeros tres años. Algo muy profundo ya está enraizado en la lógica del gobierno y los tiempos económicos y sociales que se vienen no son exactamente los más procelosos.

Publica en Actualidad Económica No 5

Septiembre 2014